La hora del arte

DEBATES10 de mayo de 2022
La gastronomía post–revolución Bulli es cada vez más tratada como un arte, ofrecida como un arte y consumida como un arte. Sin embargo, está lejos de serlo, sigue funcionando como una ciencia o una industria.
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La cocina no. La cocina no es ni será nunca un arte. Es una necesidad que adquirimos para sobrevivir en el momento que la fisiología y el metabolismo del cuerpo humano se acostumbraron a una digestión más ligera. Ya nos caía pesado un búfalo crudo: empezamos a ponerlo al fuego. La gastronomía, en cambio, no trata de necesidades ni de obligaciones, sino del simple y gratificante placer a partir de la ingesta de algo por la boca –por ahora–. De un gran gusto para pocos. De un pecado burgués.

La gastronomía sí debe aspirar a ser un arte y como tal: ser un fin en sí mismo; no se le deben buscar mayores funciones o cometidos. La gastronomía –como cualquier otro arte– no tiene usos posibles: no es un alimento, no es salud, no es. Es comida, claro, pero a la vez no es necesaria, es la pura ingesta inútil. Debe simplemente provocar sensaciones y experiencias tan únicas como innecesarias en el receptor; en aquellos que tenemos la gran suerte de tener acceso a la comida y podemos relacionarnos con los alimentos de otra forma; sin hambre de por medio, sin preocupaciones. Al igual que todo arte, la gastronomía se cimienta en la emoción del receptor, en este caso: el comensal. Sin él no hay obra de arte, no hay nada. Un cuadro guardado no es arte si no tiene con quien relacionarse, una canción que nadie escucha es solo un montón de acordes. El arte necesita de un receptor subjetivo que lo interprete, piense, disfrute o sufra. Una comida para Instagram será muy coqueta pero nunca será arte sin un comensal.

La gastronomía concebida como arte debe ser como los sueños: cada noche irrepetible y cada mañana, un recuerdo tan difuso como placentero. 

En los últimos veinticinco años la gastronomía ha cambiado como pocas veces en la historia. La revolución Bulli –restorán español comandado por Ferrán Adriá que fue por lejos el mejor del mundo por más de una década– renovó casi todas las técnicas de preparación y las formas de presentar y pensar lo que podía llegar a ser un plato –o algo que se engulla–; pero sobre todo: cambió La Idea. La Idea de la gastronomía mundial y su lugar en cada sociedad: pos–revolución los chefs se transformaron en celebridades y los cocineros aficionados de hogar en expertos que deben tener en sus alacenas –al menos– un frasco de humo líquido y un poco de mostaza francesa a la antigua. La revolución estableció los nuevos cánones sobre qué debemos comer cuando no sólo queremos comer. Durante esas comidas que sólo se tratan de placer pasamos de poder disfrutar como mucho tres o cuatro platos a regodearnos con decenas. Además, pre-revolución sabíamos rápidamente qué nos habían servido con sólo mirarlo o quizás, olerlo. Aquello que solía ser evidente ya no lo es. 

La revolución Bulli dejó atrás a la Nouvelle Cuisine, la olvidó. Entendió que el cambio no se trataba solo de cómo servir, cómo tratar o cómo combinar los alimentos; sino, de cómo modificarlos realmente: cocinarlos de formas que nunca antes, transformarlos en elementos totalmente distintos, sorprender, pasmar, desconcertar y asombrar; jugar con todos los sentidos. En los últimos años, luego del cierre del Bulli –2011-, hubo cierta vuelta a la Nouvelle Cuisine: a la selección y el menor trato posible de los mejores alimentos –pero creo que todo se debe a que el fantasma Bulli todavía atemoriza y opaca a cualquiera. 

Pre–revolución Bulli, los grandes banquetes renacentistas –tales como los auspiciados en el siglo XVII por el famoso François Vatel– seguramente fueron lo más cercano que estuvimos de concebir a la gastronomía como un arte. Sin olvidar que se trataron de grandes demostraciones de poder con todo lo que eso implica: el trabajo esclavo de decenas, la escasez de alimentos para miles y la abundancia irrisoria para unos pocos. Pero la concepción de aquellos pocos que podían era generar una experiencia excepcional que con el tiempo se fue diluyendo en pos de la democracia y la culpa burguesa. Los banquetes irrepetibles de unos pocos se transformaron en grandes comidas de restoranes fastuosos –también para unos pocos– pero repetidas una y otra vez hasta el hartazgo: el arte se volvió reproducción. La burguesía y con ella la idea del restorán fue un obstáculo para el florecimiento de la gastronomía como arte: estableció parámetros, estandarizó platos y sabores. En ese momento –principios del siglo XIX– la gastronomía pasó del ámbito privado al público –dejando igualmente a muchos excluidos de ella–. Sin embargo, en los últimos veinte años, con el auspicio de la revolución y la consagración de La Idea, la gastronomía se desarrolló como nunca en el ámbito privado, sin perderse del público: por estos días que queda tan bien hablar, saber, parecer saber, ser experto, hacerse el experto, debatir o pensar sobre gastronomía; las grandes comidas desbordan, son casi la regla. Lo que todavía no prolifera es la gastronomía, el arte: el cual siempre fue y será para pocos, para los osados, para aquellos que no buscan seguridad sino placer en lo desconocido, en la incertidumbre. 

La gastronomía pos–revolución Bulli es cada vez más tratada como un arte, ofrecida como un arte y consumida como un arte. El arte moderno es la expresión del subjetivismo más puro, de la pura creación personal; el arte encuentra su valor supremo en la innovación, es tal debido a su irrepetibilidad, a la creación de algo único. Y, en cambio, cada plato servido en un gran restorán –y presentado como algo único– no es más que la repetición perfecta de un largo proceso, una reproducción.

Para crear el mito Bulli, para imponer La Idea, Ferrán Adriá supo que para poder inventar primero debía dejar de copiar, dejar de buscar y admirar recetas, platos ajenos. Se encerró en su laboratorio, se aisló, guardó los libros de cocina, olvidó a los grandes chefs franceses, entendió que todo lo servido hasta el momento no alcanzaba y a partir de allí, empezó a vislumbrar una nueva gastronomía. De eso se trata –en menor medida–, pero cada vez, en cada plato: escapar de las seguridades de la reproducción y la copia, saltar a ese desconocido espacio de la creación. Eso es lo que podría hacer de la gastronomía un arte. El Bulli abría solo seis meses al año. Los otros seis, Adriá trabajaba para crear la obra única de esa temporada. Podríamos decir que en aquella primera noche de cada temporada el arte más excepcional afloraba y luego, todas las siguientes, era momento de la reproducción más perfecta, de la mejor de las grandes comidas. 

La gastronomía concebida como arte puede llegar a ser: cosechar hongos en las montañas a las seis de la mañana antes de que la escarcha huya del sol. O puede ser, quizás: conocer el nombre y el humor de cada vaca que criemos para comer de la forma más exacta. O también, puede ser: crear en un laboratorio el bife mejor marmolado o la costilla de cordero más artificial. A su vez, puede ser: no comer nunca en la vida un foie gras o una trufa, y comer cada noche el pollo más transgénico con las verduras más apestadas de glifosato. Pero realmente no depende de ello, de qué sea aquello que comas o cuál sea tu posibilidad o acceso. Todo se trata de una postura, de una decisión: de La Idea. De qué hagas con aquello que puedas conseguir. No se trata de grandilocuencias excluyentes ni de experiencias inalcanzables: la gastronomía puede ser arte tanto con una salchicha o con un magret de canard. Se trata de decidir y tener la posibilidad de brindar o brindarte una experiencia única cada vez y no simplemente una gran comida basada en seguridades y preceptos arraigados. Arriesgar, inventar, dejar de copiar y reproducir. Por supuesto, tampoco todo aquello que sea nuevo será arte, pero estará en el camino. Se puede fracasar, aprender de él, habrá días mejores, pero nunca dos iguales. 

 Entrar a la cocina a eso de las 3 de la tarde, chequear la mise en place, ver qué productos quedaron sin vender del día anterior, recibir el pedido de verduras y de carnes y seguir la misma larga y tediosa lista de tareas de cada día antes de que sea la hora del servicio: pelar el cajón de papas y destallar los quince kilos de espinacas de 3:30 a 4, filetear los lenguados hasta las 4:20, desvenar las dos cajas de langostinos congelados del Mar Argentino para antes de las 5, trozar los lomos en turnedós de trescientos gramos en menos de diez minutos, poner a cocinar los pulpos al vacío a baja temperatura por cuatro horas; pelar, limpiar, hervir, procesar y tamizar los habas hasta obtener un puré aterciopelado. Son las 5:30 y la lista continúa y se repite incansablemente cada día. Así funciona el trabajo diario de un cocinero. De esta manera, la gastronomía jamás se consagrará como un arte.

Casi toda la gastronomía o las grandes cocinas, mejor dicho, siguen funcionando como una ciencia o una industria: se basan en una larga cadena de mandos, en la aplicación de premisas que remiten siempre a la misma conclusión. En esa ensalada deconstruida que es compuesta siempre por la misma espuma de mozzarella, la misma esferificación de tomates y el mismo helado de aceite de oliva en forma de quenelle formando en el plato siempre el mismo dibujo, la misma experiencia.

La gastronomía sería una industria en la que, luego de patentar un producto, éste debe ser realizado por sus operarios en una cadena de montaje incansables veces para fabricar siempre la misma cosa de la manera más productiva posible. Pura repetición mecánica en donde cada cual sabe hacer mejor lo que hace cuando pierde toda espontaneidad y subjetividad, cuando logra retirarle cualquier rasgo personal a la tarea asignada: de eso se trata el proceso de producción de la gastronomía, de una cadena de montaje perfecta, histérica y acelerada.

O sería un procedimiento científico, donde las premisas deben ser reproducibles de igual manera cada vez con el fin de alcanzar idénticos resultados. La exactitud y no la innovación es lo que prima, lo que se espera. La constatación infinita basada en un método inductivo. 

Solo en una primera instancia existe en las grandes cocinas eso que podríamos llamar arte: el momento de la creación y el subjetivismo. El momento en que el plato es compuesto por primera vez, como un experimento. Cuando esa creación dio resultados satisfactorios debe ser estandarizada y sistematizada para reproducirla con la mayor exactitud posible: eso determina su valor o su mérito. O incluso, a veces, esa primera instancia ni siquiera existe: no hay creación ya que el plato es simplemente una reproducción de una composición ya difundida y afamada.

A diferencia de todo arte, en las cocinas no se intenta improvisar ni crear absolutamente nada en el momento de su ejecución o materialización. Por lo tanto: ¿Por qué no empezar a pensar y ejecutar a la gastronomía realmente como un arte, como pura improvisación creativa, irrepetible, y dejar de lado las reproducciones tan precisas? El desconcierto suele ser lo único que fuerza la aparición de algo cercano al arte en las cocinas actuales. Al recibir pedidos o exigencias fuera de los parámetros normales tales como: soy alérgico a los crustáceos o a la lactosa, no como verduras de hoja o prefiero no ingerir carnes de animales con dientes prominentes; el cocinero se debe convertir por algunos minutos en artista y crear, inventar algo que no tenía planeado, preparado y automatizado. A veces, por ahora, el arte también surge por accidente, de forma inesperada: Massimo Bottura –el cocinero italiano más halagado– creó uno de sus platos icónicos y más rupturistas cuando a un cocinero de su restorán se le cayó al piso un postre que estaba por salir al salón. La tarta de limón se estrelló contra el suelo y formó una figura que a Bottura lo inspiró para inventar: “Oops se me cayó la tarta de limón”, plato que ahora reproduce hasta el hartazgo. 

La gastronomía también puede acercarse al arte de la mano de la nueva moda tan difundida basada en elogiar la podredumbre o, lo que es lo mismo, la maduración controlada de gran cantidad de alimentos: carnes, pescados, fermentos, masas, salsas y hasta arroces. Allí cada bocado adquiere una impronta particular concebida por el artista, por su manejo irreproducible de cada producto donde el tiempo es la variable fundamental. Allí el cocinero juega con los límites, se arriesga y al arriesgarse, por supuesto, también a veces falla. 

Si la gastronomía llegase a ser un arte, cada plato sería creado a partir de la pura subjetividad e innovación y produciría en cada bocado sabores y sensaciones irrepetibles. Se concretaría un arte totalmente efímero y por tal, su valor único, no material. Pero para eso debemos salir del espacio de seguridad en donde la gastronomía parece muy cómoda, ofreciendo platos que sus productores o realizadores consideran apetecibles, lindos y equilibrados antes de prepararlos por quincuagésima vez. Al crear cada vez algo nuevo, único y desconocido no se puede estar seguro de su resultado pero sí, de su particularidad.

Si cada comensal comiese algo único sus experiencias y sus placeres también lo serían. Se requiere, por supuesto, de más elementos e ingenio para crear que para reproducir, pero para que una obra sea única no sería esperable o esencial que todo lo que la forme lo sea. Si modificáramos las posiciones o cantidades de la espuma de mozzarella, la esferificación de tomates o el helado de aceite de oliva, o si agregáramos por ejemplo un polvo de albahaca, esa ensalada sería única, sería arte; solo por una vez. 

La gastronomía como pura creación quizás sea solo una meta o una mera ilusión, pero sin dudas, su futuro se dirige a que cada plato –u obra– parezca –aún si no lo es– cada vez más singular, inesperado y estimulante. Se trata de una vez por todas que el reloj gastronómico marque cada vez más: la hora del arte. 

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