El siglo XX comienza con la figura de Escoffier en primer plano, los primeros servicios a la carta, el auge de la cocina francesa, la sistematización del trabajo y los nuevos restoranes de hotel; y acaba con la revolución Adriá-Bulli y su cambio de paradigma, de aquello que puede ser un plato, una comida; tanto más que un simple bocado.
Los nombres y hombres más influyentes en la historia de la gastronomía occidental, y por tanto, tan relevantes para nuestra la cultura occidental. Por qué, estos seis cocineros de disímiles períodos, se transformaron en los dioses de la cocina: qué hicieron para quedar inmortalizados en el devenir de la historia. Y, en paralelo a la historia de cada uno de ellos, la evolución de las costumbres y los hábitos dentro de la cocina y sobre las mesas, sus transformaciones y transiciones para llegar al siglo XX y la alta cocina francesa. Desde el gran gourmand romano hasta el padre de la cocina moderna.
Cómo fue que estos tres elementos se consagraron como los utensilios nuestros de cada día. Cuándo lo hicieron y qué camino recorrieron para transformarse en tales. Algunos de ellos son elementos prehistóricos y fundamentales para la evolución del ser humano; otros, se impusieron hace solo un par de siglos como signo caprichoso de elegancia. La mano fue el verdadero cubierto a lo largo de gran parte de la historia, pero de a poco fue perdiendo terreno frente a los elementos de esta tríada, quienes se consagraron definitivamente en todo el mundo occidental hace solo dos siglos.
En estos fragmentos de "Crudo" y "Confesiones de un chef" Anthony nos revela qué ingredientes diferencian a una cocina casera de la de un restorán. Además, nos advierte que hay que ser un poco chiflado para querer ser cocinero. Un irónico e imperdible relato cargado de enseñanzas para adoptar en este 2023. Feliz año.
De dónde vienen nuestras clásicas comidas de navidad, cuáles son sus orígenes e incluso, sus leyendas o mitos. La historia del vitel toné, el matambre con rusa, el pionono, el lechón, el pan dulce y el turrón. Así como gran parte de nuestra gastronomía, son en su mayoría un compendio de costumbres culinarias italianas y españolas adaptadas y reversionadas para la ocasión en nuestra patria.
Esta es la encuesta concluyente que define a quién elegís como campeón de la Gastro Copa del Mundo. Según tus 15 respuestas te inclinarás por alguna de estas cinco potencias a nivel gastronómico: ¿Será Francia, Estados Unidos, Japón, Dinamarca o la propia Argentina?
El reconocimiento personal perdió valor, se diluyó entre las aguas del conformismo o el ocio y así, los cocineros se conforman con hacer buena y rica comida pero ya nadie quiere pagar el costo que implica ser el mejor.
Para contestar esta pregunta primero es necesario hacer un breve repaso por la corta historia de nuestra cocina e intentar entender su idiosincrasia, su espíritu y sus influencias. Luego, que cada uno saque sus propias conclusiones, yo acá comparto las mías.
Son una síntesis de nuestra gastronomía: reversiones exuberantes o bestiales de platos europeos, combinaciones italianas que a ningún italiano se le hubiera ocurrido combinar o sabores españoles reconfigurados a nuestro modo. Las preparaciones más clásicas de nuestro país, las parejas que tanto amamos.
El producto se impone sobre la preparación, lo simple sobre lo complejo, la materia sobre el cocinero o en definitiva: ya casi nadie cocina. Y los fiambres forman parte de este fenómeno llamado cocina de producto en el cual el elemento suele no estar casi manipulado antes de llegar a la mesa. Donde el valor agregado ya no está en el trabajo posterior sobre el producto sino en poder ofrecer un producto de gran calidad. Y con esta nueva configuración, los fiambres artesanales hechos con buena materia prima y mucha dedicación se imponen como nuevos elementos de moda; de los cuales vale la pena hablar, pensar, probar e incluso, pedir en los restoranes. Sin embargo, ya nadie habla de jamones, prueba salames o piensa en matambres, los nuevos protagonistas de la escena son la cecina, el lardo y la nduja. Y si fueran de wagyu –en el caso de la vaca– o de duroc –en el caso de los cerdos– y de carne madurada, mucho mejor.
Alguna vez, dentro de muchos años, me pondré presuntuoso –con cierto disimulo, un dejo de indolencia, como quien no le da mayor importancia a la cuestión– y diré que yo sí comí allí. Pero creo que voy a mentir un poco: diré que fue a principios de los noventa, cuando tenía más mérito. Cuando el nombre de El Bulli era un secreto que algunos se susurraban con las cejas arqueadas, cuando el gordito Michelin todavía no le había puesto su tercera estrella, cuando la espuma recién aparecía en esa orilla. Y podré decir, incluso, que en aquellos tiempos heroicos éramos pocos los que íbamos, que conseguir una mesa ni siquiera era épico. Podré decir lo que quiera –y alguien me escuchará deslumbrada y yo necesitaré esa escucha porque voy a estar viejo pero mañoso todavía; entonces, dentro de muchos años, El Bulli sonará como el principio lejano y misterioso, casi mítico, y ella por un momento se preguntará si no le estoy contando una de cowboys. Después se dirá que bueno, que es igual, que si quiero contarle historias qué más da y yo no voy a entender –ya les dije, voy a estar muy añejo– la insinuación en su mirada y voy a seguir hablándole de mi cena en El Bulli.
DEBATES
03 de julio de 2022
Martín Caparrós