18 falencias recurrentes del comensal argentino: la culpa no es solo del cocinero
Caprichosas generalidades que creo son recurrentes en el comensal argentino, nosotros. Seguramente no nos hacemos cargo de todas, pero de una, dos, cinco creo que nadie está exento. Solemos criticar, juzgar y hablar de las falencias de los cocineros, ya tocaba hablar un poco mal de nosotros, los comensales, hacernos cargo de nuestra parte. Una gran cocina depende de ambos, sin buenos comensales no hay buenos cocineros y viceversa. Ambas partes se retroalimentan y exigen. Sin un buen comensal, el cocinero se achancha y sin un buen cocinero, el comensal se conforma con lo conocido y malo. Al igual que, a mediano plazo, el mercado de alimentos ofrece lo que el comensal demanda y viceversa.
Al mismo tiempo, creo que el comensal argentino ha evolucionado mucho en la última década y muchas de estas falencias están siendo matizadas. Y esto, se debe a una puesta en valor de nuestra cocina, a la llegada de más productos, sabores y recetas de todo el mundo, a las redes sociales y sus influencers y canales sobre cocina, a que la gastronomía se puso de moda, a que queda bien decir que uno “come y le gusta comer”, a que comer bien se volvió aspiracional: ir a buen restorán es como tener un buen auto, a otra escala. Pero, igualmente, creo que todavía nos falta mucho, seguimos siendo conservadores en gran parte, preferimos los sabores conocidos, no estamos muy dispuestos a las sorpresas, tenemos muchos prejuicios, pluritos y asquitos presentes. Debemos animarnos a salir de nuestro espacio de confort, ese abanico corto de sabores familiares, conocer en serio nuevas culturas gastronómicas, acercarnos al mundo pero también, investigar más lo propio desde la humildad: lo nuestro no es lo mejor, tampoco lo peor, y hay mucho camino por recorrer.
Siempre milanesa y papas, encima malas y al horno o a la airfryer
¿Cuántas milanesas podemos comer? ¿Por qué queremos hacer de cualquier comida una milanesa? Y encima, por supuesta salud, las comemos tantas veces pésimamente cocidas al horno o incluso, a la airfryer, cada vez más extendida –retro santanás–. O salen aceitosas o secas como una suela; si no queremos freír, por qué no hacemos y elegimos tantas otras cosas que sí quedan ricas no fritas: un filet de pescado, un muslo, un bife, un coliflor, un raviol, lo que sea. Una milanesa debe ser frita y una fritura bien hecha no es grave. Y, pese a que somos el país de la milanesa, es más simple encontrarlas –al menos– en las casas porteñas compradas ya hechas –y mal hechas–, la mayoría de las carnicerías ofrecen malas milanesas: con un apanado grueso, masacote y seco y una carne bien fina.
De jamón y queso
Cuántas cosas de jamón y queso podemos comer: empanada, tarta, sándwich, pionono, sorrentinos; lo que sea con una masa. Una vez cada tanto como un recurso en la necesidad, okey, pero no dos veces por semana. ¡Jamón y queso! la nada misma. Y encima, generalmente comemos un mal jamón que no es jamón y un queso mediocre.
Rechazamos bocados o cortes grasos mientras masacramos panificados llenos de grasas hidrogenadas
Solemos despreciar una panceta fresca con la piel bien crujiente, un pan con caracú, una piel del pollo recién salida del horno o el cuerito de un rico vacío y, en cambio, adorar y masacrar sin asco un bizcochito de grasa industrial, una medialuna berreta o un alfajor mediopelo. Incluso, preferimos comer galletitas que creemos algo sanas por llevar pasas de uva o frutos secos y retirarle con precisión la grasa a un bife. La carne con un marmoleo alto –grasa intramuscular– es apreciada en todos lados salvo por nosotros: “el país de la carne”.
Pescados y mariscos, ni hablar enteros: rechazo y desconocimiento
“El pescado es caro”, “el pescado no llena” o peor: “el pescado me da asco”. Tres lugares comunes que debemos desbancar. Cuánto pescado comemos y cómo lo comemos. Cuántos pescados conocemos y cuántos compramos enteros para poder comer sus ricos cachetes, para valorar la parte grasa de su panza, para asarlos, freírlos, hornearlos o curarlos enteros. O para sacar sus filetes y simplemente hacerlos vuelta y vuelta a la sartén, jugosos, en su punto, no como una suela pasados. A quién le puede gustar un filet de merluza pasado, seco, acartonado, casi sin gusto en el mejor de los casos; está claro porque incorporamos que no nos gusta el pescado: porque solemos o solíamos comer un mal producto hecho sin ningún cariño. Compremos y comamos más y mejores pescados enteros, así como elegimos hacernos un churrasco de ojo de bife y no de palomita; elijamos hacernos un filet de anchoa de banco fresca y no, uno de merluza finita y congelada –las que no exportan–. La consecuencia de comer mal pescado es la costumbre de elegirlo históricamente con salsas y agregados que tapen todo su sabor. Por supuesto, mucho menos tengámosle “asquito” a los pescados, cuánto mejores sean y más fresco estén, menos olores desagradables van a tener; creo que este lugar común también es consecuencia de acostumbrarnos a comer mal pescado y a conocer malas pescaderías que ofrecen lo que el comensal argentino suele demandar.
Dos de las especies más pescadas del Mar Argentino son el calamar y el langostino –casi todo se exporta–: de cuántas formas comemos un calamar más allá de las rabas, cuántas veces compramos el langostino entero para usar o comer sus cabezas donde está todo su sabor concentrando.
Dietas “sanas” a base de comida chatarra ultraprocesada o siempre pechuga
Tanta etiqueta verde, tanta “milanesa” o “hamburguesa” vegetariana de qué sé yo congelada, tanta galleta de arroz o incluso, tanta pechuga reseca; todo para no pensar o elegir hacer una verdadera dieta –que no tiene nada de malo y todos a veces las necesitamos– a base de buenas y frescas verduras, frutas y ricas carnes o legumbres o cereales con buenos lácteos y panificados –no son el diablo–. Con la excusa de comer mejor, solemos comer tanto peor, tanto menos natural y tanta comida ultraprocesada que no alimenta, mucho menos, genera placer.
Abuso y gusto por los quesos derretidos, cremas, quesos cremas y mayonesas
Nos obnubilan los quesos derretidos y las salsas cremosas. Quizás sea culpa de tantos reels y tiktoks de malas recetas con ellos, pero antes de eso ya comíamos el pescado con salsa de roquefort, las pastas con crema y jamón y las ensaladas rusas llenas de mayonesa industrial –si al menos fuera casera–. Ni hablemos de los quesos artificiales derretidos, estilo “cheddar”. El queso derretido suele tapar cualquier sutileza que pueda tener el resto de la comida, están muy aceptadas las salsas con mucha crema –verdeo, champiñones, puerros, etc– y la mayoría de las comidas frías terminan teniendo mayonesa: “todo es mejor y más rico con mucho queso y mucha crema”. Más producto, más sutilezas, menos materias grasas que homogenizan todo.
Por favor, cocido en su punto y 20 minutos más
Carne, pescados, incluso pollo y cerdo, verduras, arroces, fideos; estamos más acostumbrados a comer todo un poco seco, pasado o endeble que crudo, jugoso o firme. Incluso, lo elegimos, a veces por miedos infundados y otras, por gustos discutibles. Decir que elegimos la carne de vaca pasada es una obviedad, pero también nos acostumbramos a comer el pescado algo pasado, el pollo y el cerdo super seco por miedo a que nos hagan mal o los arroces que no se pasan o colados o en preparaciones que se cocinan de más. Los fideos se deberían terminan de cocer en la salsa y las preparaciones con arroz, ya sin fuego.
Nos son exóticas las hierbas, los ajíes y los hongos
Consumimos muy pocas hierbas, tenemos casi nula tolerancia al picante y entre los hongos, solo solemos ser amigo de los champiñones. Las hierbas frescas – salvia, menta, orégano, tomillo, eneldo, etc– terminan mejor cualquier plato. Los ajíes, frescos o secos, más o menos picantes –incluso, no picantes–, suman matices y capas de sabor. En Argentina, había tanto que no era necesario ni realzar ni solapar ni conservar nada, entonces los ajíes picantes nunca formaron parte de nuestra gastronomía. Y los hongos son un gran mundo inexplorado –portobello, gírgolas, de pino, enoki, shiitake, cantarello, etc–; frescos o secos, solamos pensar que son caros y a veces tenemos razón, pero muchas otras, no. Con 200 gramos de ellos tenemos la parte principal de una comida.
La americanización del gusto
Homogenización, grasas malas, fin de las sutilezas. La mala cocina norteamericana destruye casi todo a su paso y nosotros adoramos mucho de ello: ya hablamos sobre los quesos derretidos por todos lados, los sushi llenos de salsas y quesos crema que tapan toda su sutileza, las hamburgueserías cool que copian a McDonald’s como la quintaesencia de la onda, las pizzas estilo neoyorkinas, el consumo infinito de gaseosas light o la reinterpretación americana de la cocina mexicana o china.
Salado: poco ácido, poco dulce, poco picante
Los vinagres son más que eso para los piojos, el azúcar también va en platos calientes y las salsas fermentadas o picantes no son solo la salsa de soja del súper: salsa inglesa, miso, gochujang, lao gan ma, salsa de ostras, pasta de curry, etc, etc. Casi toda nuestra comida diaria no tiene matices, es salada. El vinagre es fundamental en la mitad de las comidas saladas y algo dulce va a hacer que resalte lo salado.
Mucho no es siempre bueno, solo es mucho
Solemos halagar y despreciar por el tamaño, priorizamos la abundancia, queremos primero que todo: mucho. Y está perfecto, pero muchas veces con solo eso nos alcanza. Resabios de un pasado generoso en donde todo era, al menos, mucho y la cocina no era ni variada ni valorada. Hoy, como eso no es la norma, cuando hay mucho ya nos pone contentos, ya nos conformamos. Una tortilla gigante, muy mala, pero gigante. Una milanesa que sobresale de la bandeja, sin gusto, pero sobresale. Una fuente de ravioles, hervidos sin sal, pero una fuente. Una empanada bien grande, y muy seca, pero grande. Una pizza que chorrea muzzarella, y sin ningún otro atractivo, pero chorrea. Y así, sucesivamente.
Eso no es una paella, no es un taco, no es un risotto y no es un curry
Aceptamos como tales muchos platos clásicos del mundo que distan mucho de lo que realmente deben ser. Un fuentón de arroz amarillo con arvejas no es una paella, un pollo seco con morrón dentro de una rapidita no es un taco, un arroz pegajoso con alguna verdura no es un risotto o un salteado con algo de un polvo de curry no es un curry. Seamos más exigentes y no aceptemos cosas que no son o al menos, llamémoslas de otra manera.
Sin colores y los tres acompañamientos de siempre: pocas verduras nuevas
Papa, arroz, ensalada mixta; ¿qué más? Cuánto coliflor, hinojo, repollo, brócoli, remolacha o puerros comemos. Ni hablar de alcauciles o akusai o pak choi o nabo. Elegimos demasiado lo conocido y nos adentramos en pocos mundos nuevos y eso incluye, sobre todo, a las verduras.
Marcas y restoranes caros y conocidos antes que buenos y más baratos
Elegimos por nombre y no por gusto y de eso se trata la industria de la publicidad. Productos malos de marcas grandes antes que buenos de productores y marcas chicas en sectores de lácteos y quesos, fiambres, panificados o vinos. Lo mismo pasa con la elección de un restorán o bar, se prioriza muchas veces un nombre conocido, una marca posicionada antes que un buen lugar con buena comida. Ni hablar del lugar que –no– tienen algunos muy buenos productores chicos en nuestras heladeras, pero eso, en muchos casos nos excede: no los tenemos a mano.
Caro pero de moda
En consonancia con el punto anterior, cuando un lugar se pone de moda o sea queda bien sacarnos la foto o decir que comimos allí, va a estar siempre lleno, no importa si te sirven una ensalada de tres lechugas o dos bocados de un sándwich seco o la misma milanesa con papas fritas que en la esquina de tu casa a precios caros neoyorquinos. La moda es muchas veces nuestra prioridad, estos lugares van fluctuando, no sabemos muy bien por qué, pero van pasando mientras otros se posicionan: por la novedad muchas veces, por la eficacia de algún influencer, por el destino o de chiripa. No importa que sea carísimo, comida normal o haya que esperar una hora una mesa; lo elegimos, está de moda.
Menudos, achuras y cortes que no valoramos
Carrillera, lengua, rabo, riñones, orejas, corazón, mondongo, hígados. Pese a ser el país de la carne le tenemos algo de reticencia a muchos bocados cárnicos deliciosos, no solo de la vaca. Del cerdo solemos comer cuatro o cinco cortes, nada de casquería, de la vaca despreciamos o no valoramos muchos grandes bocados, pero apreciamos un bife de chorizo seco que no tiene ninguna gracia; el pollo está muy poco trabajado, ni hablemos del cordero que no sabemos nada ni de sus chinchulines, mollejas, hígados, etc.
Nos domina la fiaca: demasiada comida congelada y poca fresca
¿Tanto trabajo es hacer una hamburgesa en el momento como para comprarla congelada? ¿Es necesario comer pescado congelado si podés conseguirlo fresco? ¿Congelar el pan? ¿Las verduras crudas o cocidas? Sí, una vez te puede salvar la comida congelada pero que sea casi nuestra única forma de alimentación... Lo único que puede quedar mejor después de congelado es un guiso, una preparación en un medio líquido. Por no ir más seguido a comprar, por hacer una vez y querer guardar para todo un año, por comprar ya hecho; muchas veces nuestros freezers están mucho más llenos que nuestras heladeras y así, la comida toda perderá parte de su calidad.
Querer comer lo mismo todo el año
En consonancia con muchos puntos anteriores, queremos comer tomates cuando valen mil o cinco mil pesos el kilo, cuando están en temporada o fuera de ella. Tenemos que incorporar más la lógica de la comida de temporada, la disponibilidad de productos, el mejor momento para comer cada uno y fomentar que no haya todo el año aquellos que más consumimos ya que son congelados, caros, de mala calidad y demás. No solo la fruta y la verdura tienen temporadas, también los pescados y las carnes –corderos, lechones–. Elijamos comer mejor, más variado, más fresco y de temporada. Sin decir que no a nada y probando de todo.