La Primera Cena
Alguna vez, dentro de muchos años, me pondré presuntuoso –con cierto disimulo, un dejo de indolencia, como quien no le da mayor importancia a la cuestión– y diré que yo sí comí allí. Pero creo que voy a mentir un poco: diré que fue a principios de los noventa, cuando tenía más mérito. Cuando el nombre de El Bulli era un secreto que algunos se susurraban con las cejas arqueadas, cuando el gordito Michelin todavía no le había puesto su tercera estrella, cuando la espuma recién aparecía en esa orilla. Y podré decir, incluso, que en aquellos tiempos heroicos éramos pocos los que íbamos, que conseguir una mesa ni siquiera era épico. Podré decir lo que quiera –y alguien me escuchará deslumbrada y yo necesitaré esa escucha porque voy a estar viejo pero mañoso todavía; entonces, dentro de muchos años, El Bulli sonará como el principio lejano y misterioso, casi mítico, y ella por un momento se preguntará si no le estoy contando una de cowboys. Después se dirá que bueno, que es igual, que si quiero contarle historias qué más da y yo no voy a entender –ya les dije, voy a estar muy añejo– la insinuación en su mirada y voy a seguir hablándole de mi cena en El Bulli.