La Primera Cena
El camino iniciático rebosa de vueltas y revueltas, etapas, detenciones, avances y reflujos. Primero hay que enterarse –recibir la Buena Nueva–, después pensar ah yo también podría, después decirse en realidad no debe ser patanto, después imaginar el modo o la manera, después pensar que para qué si seguro que no vale la pena, en algún punto sentir en serio ese hambre raro y, al final, entender que ya es hora. Entonces sí ponerse en campaña, buscar la forma, encontrarla, viajar a Barcelona y de ahí a Rosas y desde ahí, por fin, tomar la carretera iniciática, esos diez kilómetros llenos de vueltas y revueltas y negociar 324 curvas talladas junto al mar hasta llegar al sitio: una pequeña bahía entre montañas con su playa de piedras, cuatro casas y el edificio circunspecto, ligeramente bunker, bajo pinos.
El camino ha sido largo: una manera de prepararse el hambre. Los antiguos calchaquis tenían claro que cada comida requería que su hambre se fuera construyendo de una forma distinta y lo decían incluso en una copla mal traducida:
“Cuando empieza ya empezó
una comida, hace tanto,
y a veces el adelanto
supera a la colación.
Si no mejor, es más largo,
y si dulce no es amargo:
no tiene mejor sabor
ningún guiso que sus ganas.
Si el hambre no se prepara
de acuerdo con el manjar,
no es manjar ni es bien ni es nada:
sólo tragar y tragar.”
Ellos sabían; Ferrán Adriá también.
Ferrán Adriá es un muchacho más o menos bajito de mirada más o menos cómica, el pelo más o menos Curly, las manos más o menos finas movedizas, los párpados pesados. Tiene 39 años y algunos dicen que no tiene una casa ni una televisión ni un coche propios; otros –periódicos, colegas– dicen que es el mejor cocinero del mundo –y no es poco decir.
La primera vez que se metió en una cocina, hace veinte años, Ferrán Adriá era un estudiante de economía que quería lavar platos para pagarse vacaciones en Ibiza; hasta entonces, su idea de la comida era un bife con papas fritas –muchas papas fritas. Así, parece, empezó el camino que lo trajo hasta aquí.
–Hola. Aquí les traigo el aperitivo.
Dice una camarera vestida, como todos ellos, de riguroso seudoarmani negro: sombras chinescas tan amables. Y se sonríe porque nos pone enfrente, sobre la mesa redonda, dos cucharas sobre plato japonés.
–Es una piña colada.
Dice, y a lo mejor quién sabe. En la cuchara hay montoncitos sucesivos de colores; son –después sabré– una gelatina de ron, un sorbete de coco, la espuma de ananá y un azuquita crocantín. La señorita nos explica:
–Tienen que meterse la cuchara en la boca y dejar que el labio superior vaya rozando todo, que arrastre un poco de cada cosa: como un chupa-chups, vamos.
Ella –su jefe a su través– ha decidido la forma en que esos montoncitos van a entrar y actuar en nuestras bocas y no nos queda más que hacer: estamos entregados. Mi labio roza, arrastra, intenta seguir las instrucciones: los sabores se me aparecen en la boca, cada cual por su lado y, finalmente, se reúnen en un coctel glorioso: estampida de gustos y el gran gusto. Una piña ya nunca será lo que había sido. ¡Piñas del mundo, coladas, de súbito disueltas en el aire! Es tonto de decir: entendí algo, descubrí algo, acabo de aprender.
Y era sólo una minucia aperitiva; F., a mi lado, se la tomó con carcajada pero ahora está llorando. Yo –yo no lo voy a contar– también. Algo llegó; felicidad acecha.
Cuchara de piña colada
Ferrán Adriá buscaba. Corrían los ochentas y él buscaba:
–Había empezado a cocinar, estudié mucho a los clásicos, aprendí las técnicas, pero no estaba satisfecho. Una vez fui a una conferencia de un cocinero que yo admiro de verdad, Jean Maximin, que estaba en el Negresco de Niza, para mí el mejor de los grandes creadores conceptuales. Le preguntaron qué era la cocina creativa y él dijo es muy fácil, es no copiar. Allí empecé. En esos días fui a Currito, en Madrid, un restorante muy tradicional y me dieron una perdiz en escabeche muy fea y cuando volví se me ocurrió deshuesarla y servirla de una manera... humana.
–¿Humana?
–Sí, porque nosotros comemos tipo diplodocus, como hombres de las cavernas. Cuando te comes una chuleta a la parrilla estás tragando igual que hace 30.000 años... Y la idea es evolucionar.
Buscaba: uno de sus primeros hallazgos reconocidos fue la espuma. Cuentan que un día, hace más de diez años, Ferrán Adriá y su hermano Albert jugaban con tomates: carradas de tomates bien maduros. FA hinchaba un tomate con un inflador de bicicleta hasta que, con su lógica bélica, el tomate explotó: el tomate es un animal muy impaciente, rojo por impaciente y hubo trizas de rojo volando por los aires y, en los restos, justo donde el chef había aplicado el inflador, una espumita que era la mezcla del aire y el tomate. FA, cuentan, lo probó, y desde entonces no descansó hasta que pudo reproducir esa espuma en su cocina. Intentó tantas formas: al final lo consiguió con un viejo sifón y un poco de gelatina neutra. De la espuma de tomate pasó al perifollo, la manzana, la berenjena, el agua de mar o el humo: cualquier sabor podía volverse espuma, perder su carácter material, convertirse en una caricia disolviéndose en el paladar. La espuma es el sabor en estado puro, hecha de esencia y aire: en poco tiempo no hubo chef moderno que no intentara su espuma, y FA –mozo aún– se fue haciendo famoso.
La espuma no sólo era una idea simpática; fue, sobre todo, una pequeña revolución de los conceptos: un producto aligerado de su estúpida pesadez de materia, apoyando su sabor en el sabor. La espuma fue la primera forma de convertir la ingesta en algo abstracto: puro soporte de olores y de gustos. Quesos, espárragos, azafrán, huevos revueltos o jazmines podían tornarse espuma: empezaba la cocina conceptual.
–Te explico: es estupendo que alguien haya descubierto que se le puede agregar cebolla a una tortilla; a partir de ese día existió la tortilla de cebolla. Pero lo realmente importante pasó mucho antes, con la creación del concepto “tortilla”, que permitió la aparición de infinitas recetas, de infinitas tortillas creadas con los elementos más dispares.
Esos conceptos son los que cambian tan poquito –por eso FA suele decir que los restorantes son más bien museos–; esos conceptos son los que la cocina adriática persigue sin cesar.
Por eso ahora la cocina adriática no usa mucha espuma. Una comida FA consiste en dos docenas y media de momentos: un menú que él propone, que él organiza como un recorrido, como un relato.
–Esto es como una película, es difícil de explicar. Hay unas reglas que seguimos más o menos: primero lo líquido, el mundo de los snacks; después las tapas más de producto; después dos o tres platos que te pueden recordar a una comida más tradicional, y finalmente lo dulce.
Cada cinco minutos –segundos más o menos– nos llega un plato nuevo. Tras el aperitivo habían venido los primeros snacks: unos pistachos-yogurt donde el yogurt era sólido y crocante, un pescaíto frito bajo forma de pasta leve frita con todo el mar adentro, una madeja de parmesano que era un nido de hilitos de queso que sabía primero a limón, una corteza de chancho que casi lo era pero llegaba rebozada en miel y unos chicharrones de pollo con forma de garras de pollo y gustos intrigantes. En cada cual un chiste, una sonrisa, la inundación de los sabores. Y ahora llegan las “ceps en crocant y canapé 2001”; habitualmente las ceps son unas setas catalanas:
–Primero tienen que comer estas setas; después de cada una chupen de estos tubitos, por favor.
Aquí las setas son dos hostias finísimas de una pasta de hongo muy crocante, con su forma de hongo, y adentro del tubito se mantienen, en suspensión y en orden, primero una gelatina de ceps, después aceite de pino y al final piñones. El pito catalán ataca de nuevo.
–Traten de sorberlos de una sola vez, que los sabores se les mezclen en la boca.
Sniff de ceps
Parte de la felicidad está en el placer de enfrentarse ciego con lo nuevo: el recreo de dejarse llevar, de entregarse a una dictadura tan gozosa. Aceptar que nada es lo que era. Entonces llegan los “pétalos de rosa en tempura”: el olor de algo que suele estar afuera entra, y la boca se te vuelve jardín. Y enseguida la “sopa de pepino”: un vaso chico, como de aguardiente, tapado con una masa muy fina y encima unos pepinillos y unas flores y nuevas instrucciones:
–Primero hay que comerse los pepinillos y las flores, después rompan la tapa de masa fina y bébanse el líquido junto con los trocitos de masa.
Comer en un restorán siempre es una cuestión de fe: creer que lo que mandan unos señores desconocidos encerrados en un cuarto alejado merece la confianza de metérselo en el cuerpo. No hay nada menos paranoico que comer afuera –porque comer es siempre adentro. Pero nos tranquilizan ciertas referencias: una vaca no llega como vaca pero la forma en que la cultura modela una vaca para la ingesta está refrendada por siglos de uso y se llama bife. Entonces uno ve llegar un bife y sabe de qué se trata. En El Bulli, en cambio, no quedan referencias: la confianza debe ser ciega. La verdadera entrega.
Como cuando llega el “huevo de oro” en una cuchara y nos dicen que lo comamos de un mordisco: una pastilla de caramelo neutro pintado con oro que te explota en la boca: la yema líquida de un huevo de codorniz, oro y más oro, el sabor de la fineza primitiva que te inunda de un líquido impensado.
Huevo de oro
–¿Os gustaron los países? Es casi casi lo más futuro que te puedes encontrar. Es no comer. Hay un cliente que dice que aquí no hay platos ni tapas ni snacks, que hay emociones. Y creo que esa debe ser la función de un restorante: darte emociones.
“Países” es el nombre de un “plato” –las comillas son el último refugio del canalla– que es la esencia de la genialidad: el momento en que terminé de convencerme y empecé a pensar que esta cena era una experiencia religiosa –la Primera Cena. O, mejor dicho: que sería una experiencia religiosa si se pudiera ir a misa a contar chistes sobre Dios. Si la mística incluyera el humor, si Dios se tomara a bien las bromas y a cambio nos entregara la salvación eterna, por ejemplo, o una revelación menor.
“Países” son tres cucharas sobre un plato cuadradito y blanco. La primera es “Tailandia”: en la cuchara hay leche de coco, lemon grass, hierbaluisa, tamarindo, algún curry y, ya en la boca, los gustos se acomodan y forman, al final, todos juntos, el sabor de Tailandia. El bocado se convierte en la síntesis casi abstracta de una cultura.
Después el viaje sigue. La segunda cuchara es Japón: aceite de sésamo, gelatina de soja, wasabi, alga nori, gengibre rosado. La tercera es Mexico: puré de maíz, guindilla, aceite de guindilla, cilantro. Una, el sushi perfecto; la otra, el mercado de Tepoztlán aquella tarde de septiembre. Más risas, sorpresas, los recuerdos. Es un juego de seducción, la histeria compasiva: la cocina adriática te saca, te deja afuera y, al final, te deja entrar sólo para preparar el golpe en que volverá a dejarte afuera –y a dejarte entrar. Países es una forma nueva para lo conocido, una síntesis de mucho conocido, pero lo primero que aparecía eran las tres cucharas: un objeto que refiere a otra cosa, y entonces la vista dice que no, el olfato intriga, el sabor restituye. El alivio del reconocimiento: el placer del reconocimiento de lo concreto en lo aparentemente abstracto.
–En este mundo cada vez es más difícil sorprendernos. El valor del Bulli es que un señor puede tener todo el dinero del mundo y creer que lo ha visto todo en la vida, y aquí se encuentra con que no era así.
Aquí una rosa no es una rosa no es una rosa. Si fuera un moralista –un predicador– FA te estaría diciendo: caro mortal, nada es lo que parece. O peor: preguntándote qué significa ser, qué parecer. Pero no es; me parece que FA –el proyecto de comida FA– es más bien la seriedad de la evolución tomada en joda. O la seriedad de la joda en plena evolución. O los modelos de las vanguardias estéticas del siglo XX aplicados por fin a la cocina.
–Alguna día conseguiré servir por fin el plato en blanco sobre mantel blanco.
Dirá después, a punto de la melancolía, el cocinero FA.
–Pero todavía me falta para eso...
Hasta aquí los snacks: recién ahora empiezan las tapas. El “melón al jerez con pasión” son cuatro cubitos anaranjados con unas motas verdes de maracujá: la sopa sólida, helada, que se vuelve sopa dentro de la boca mientras los sabores combaten y se encuentran. Hay, en muchos platos adriáticos, el paso de una temperatura a otra que le cambia el sentido y el gusto a un bocado; hay, en otros y en los mismos, un sistema binario de dos gustos que se suceden y terminan por llegar a una síntesis bailándote en la lengua: comida hegeliana.
Digo, por decir algo, y son sandeces: más modos de la carcajada. Pero enseguida aparece el “kellog's-paella-gamba” para hacerme callar: un sachet de celofán larguito con una cantidad de vaya a saber qué extraño arroz inflado y amarillo pleno de olor a puerto y una tacita de consomé de mar maravilloso: debemos –nos dice la instructora– meter los kellog’s en el caldo para armar la paella más falsa con más gusto a paella. Y al lado una cabeza de langostino aplastada y caramelizada, un cuerpo de langostino coronado de hierbas y un sachet de plástico que hay que morder y chupar tras haberse manducado lo anterior.
–¿Te das cuenta de que hace dos horas que estamos comiendo?
Le digo a F. entre las risas y el asombro: exclamaciones, sorpresas, descubrimientos azorados.
–¿Te das cuenta de que hace dos horas que somos muy felices?
Me dice F. más precisa. Hace dos horas que la comida es el centro absoluto, excluyente. Cuando uno come en un restorán tradicional, al cabo del cuarto bocado ya empieza a pensar en otra cosa. Aquí, en cambio, los señores Bulli te hacen hacer lo que ellos quieren. Los señores Bulli son dos: FA, por supuesto, pero también, muy principalmente, su socio y ex-patrón Julio Soler.
–Esto al principio fue una apuesta difícil... Este sitio está muy alejado, aquí durante años la pasamos muy mal. Pero en un restorante de ciudad es imposible hacer esto. Si yo tengo una comida de negocios y me juego la pasta, cada vez que viene el camarero y me dice algo me cabreo. Aquí la magia más grande es que la gente viene a comer. Aunque parezca una tontería, esto antes no se hacía: el 99 por ciento de las comidas son actos sociales. Esto sí que es el gran cambio.
Dirá después Ferrán Adriá, mucho después. Ahora, en medio del relato-menú, aparecen también reminiscencias: gustos de platos que pasaron y vuelven de tanto en tanto como el recuerdo de aquellos muslos pelusita esa noche de otoño, yo 16, ella quién sabe 15. Sabores reaparecen, otros llegan: la “quinoa de foie gras con consomé” es un polvo helado de foie gras en el costado de un plato elíptico en cuyo centro flota un consomé. Hay que comer una cucharada del uno y una del otro y el foie que se hace foie en la boca: se entibia, desparrama su grasa, se convierte en caricia. En la cocina FA, la boca es cocinera. Y después otros mimos y chistes y, en algún momento, el menú nos anuncia ravioles y la expectativa crece en las tribunas: qué creerá este señor que es un raviol, oh dioses.
Somos seis mil millones de fulanos los que comemos –los que intentamos comer– todos los días; muchos lo hacen para reproducir sus fuerzas lo suficiente como para arrastrarse hasta el televisor más próximo; muchos más, con la ansiedad del que sabe que nunca se sabe; unos cuantos con la intención de agregar algún placer a la necesidad. Y sin embargo, de esos seis mil millones, casi todos hacemos más o menos lo mismo: nos enfrentamos a un par de platos de alguna preparación sólida o líquida para tragar en dos docenas de bocados, hecha de la mezcla de animales y vegetales crudos o cocidos con fuego o microondas: producto-guarnición-salsa-o-algo-así. Es tan raro que alguien pueda innovar tan radical en el terreno más trillado: que se pueda dar de pronto semejante salto. Me siento, por momentos, en el taller donde Picasso pintaba las señoritas de Aviñón.
–¿Hay alguna componente ideológica en la idea de vanguardia, en tratar de ir siempre más allá?
–Yo creo que es una obligación. Nosotros hacemos una cocina evolutiva, una cocina que puede hacer evolucionar la cocina, a través de las técnicas y los conceptos. El gusto es subjetivo, por eso hay que recurrir a esas técnicas y conceptos.
El señor FA es un entusiasta incontinente: no puede parar de hablar, rapidísimo y con ese fervor egoísta que yo ya sólo les soporto a los que se han ganado ese derecho a pura obra:
–Es un caso atípico que alguien de vanguardia sea tan mimado. Yo tendría que recibir hostias por todos lados, pero ya ha llegado un momento en que es difícil, porque ahora si lo haces les está diciendo gilipollas a los docenas de tíos que han escrito bien de mí. Es curioso, todavía me sorprende. Lo lógico sería que me pegaran palos, la vanguardia está para eso. A veces me gusta que me caiga una crítica mala, si no te sientes que ya no provocas a nadie, esto ya resulta blancanieves y los siete enanitos, todos felices...
FA no sólo provoca en la cocina: cuando le dieron su tercera estrella Michelin, por ejemplo, salió a decir que la cocina francesa estaba muerta. Pero también se pone platónico y esencial de vez en cuando:
–Al fin y al cabo todo existe, no se inventa nada. Pero hay que saber verlo. Ésa es la definición de creatividad: ver lo que otros no han visto.
Como, por ejemplo, que un raviol puede ser muchas cosas distintas. Ahora llega una: los “raviolis de trufa a la carbonara” son una lámina de trufa más gorgonzola más aceite de trufas más otra lámina de trufa y otra más y entre lámina y lámina los ingredientes de la carbonara: panceta, aceite de panceta, crema, parmesano, la yema del huevo de codorniz perfectamente líquida y unos granos de sal maldon por encima. Es casi un clásico de la antigua cocina y es, al mismo tiempo, completamente nuevo. Pero hay otras versiones posibles del raviol: más tarde llegarán los “raviolis de sepia y coco a la soja”: alguna vez el cocinero FA pensó que la pasta no tenía por qué ser una pasta y aquí la del raviol fue reemplazada por finísimas láminas de sepia –un calamar–; lo que aparece son dos paquetitos blancos con un relleno líquido que te explota en la boca y la llena de gustos increíbles.
(Son dos bocados, pero quiero transcribir la receta. No para que nadie muera en el intento: sólo para dejar sentada la dosis de trabajo que lleva cada uno de estos platos.
Ingredientes para 4 personas
2 cocos, 1 sepia grande, 60 g de brotes de soja
Para el aceite de menta
60 g de hojas de menta, 1 dl de aceite de girasol
Para la vinagreta de soja
4 cucharadas de aceite de jengibre, 1 dl de salsa de soja
Preparación de la leche de coco
Romper los cocos y pelarlos, dejando sólo la pulpa.
Pasar la carne del coco por una licuadora.
La leche del coco que se obtenga ponerla en cubiteras. Cada cubito de leche de coco debe ser de 12 g. Guardarlos en el congelador y luego desmoldearlos. Volver a ponerlos en el congelador.
Preparación del aceite de menta
Poner una olla con agua a hervir y escaldar las hojas.
Triturarlas en la thermomix con el aceite.
Preparación de la sepia
Pelar la sepia, limpiarla y cortar la bolsa en rectángulos de unos 8 cm de anchura y 7 cm de longitud.
Congelarlos envolviéndolos en plástico film (congelar entre dos bandejas para que queden planos).
Cortar la sepia en la máquina de fiambre de manera que queden unas láminas muy finas y grandes. Ponerlas entre papel sulfurizado.
Acabado y presentación
Para hacer los raviolis poner en el centro de cada rectángulo de sepia un cubito de leche de coco congelada. Doblar formando un ravioli con la menor cantidad de sepia posible. Guardarlos en un plato untado con aceite de jengibre en la nevera, para que se descongele el cubito de leche de coco.
En un plato sopero poner dos raviolis con los pliegues mirando hacia arriba y dejar 10 minutos fuera de la nevera.
Poner en el fondo del plato los brotes de soja previamente salteados.
Calentar los raviolis en la salamandra hasta que se funda totalmente el relleno de su interior –20 segundos.
Calentar la vinagreta de soja y poner una cucharada de salsa de soja.
Poner 4 gotas de aceite de menta entre los raviolis.
Y servir: una preparación sencilla, dos bocados. Una cena FA es treinta veces este esfuerzo.)
La cocina de El Bulli es una escenografía de película futurista de los ochentas: paisaje tecno de superficies de metal pulido, cocineros de blanco danzarines, velocidad precisa. En cada plato intervienen tres o cuatro personas: hay 50 empleados para 50 comensales. La cocina de El Bulli se parece a una cocina casi tanto como una cena de El Bulli se parece a una cena: justo apenas.
–Creo que el próximo paso en la evolución va a estar más en el lugar que en la comida: organizar un espacio diferente, donde pasen cosas diferentes. Cuando vas a la Tour d’Argent o a Lasserre son iguales que hace cien años, no se ha evolucionado nada. Los restorantes no son lugares actuales. Ha cambiado mucho más un Mc Donald’s con respecto a la fonda de hace cincuenta años que cualquier restorante.
Pero el salón de El Bulli es bastante convencional –todavía: convencional bonito. En la cocina no se ve grasa, casi no hay fuegos, todo brilla y el silencio reina. Los utensilios son más bien eléctricos; los tiempos de cocción se miden en segundos. Al frente de la gran mesada de acero inoxidable, una cabeza de toro pone la firma adriática: tradición entre modernidad rabiosa. Bulli quiere decir bull-dog: el perro que sabe atacar toros.
–¿Cocinar es lo que más te gusta?
–Hombre, más me gustan las mujeres, con todo respeto. Si tuviera que escoger no se qué escogería. Mi relación con la cocina es bastante profesional. Me lo tomo con mucha frialdad para no volverme loco. Cada día me levanto y sé que tengo que hacer algo nuevo...
–¿Cada día?
–Sí, eso sí que es un ejercicio importantísimo. Al menos tener la voluntad, más allá de que te salga o no te salga. Pero con buen ánimo: yo creo en la creatividad alegre, no en la creatividad torturada. La pregunta es: si mañana tuviera 2.000 millones de pesetas, ¿qué haría?
–¿Cocinarías?
–No sé. Seguramente sí. Ahora no tengo 2.000 millones pero tengo mi vida solucionada y no me planteo dejarlo. Pero no sé. Yo no trabajo por dinero –porque a mí no me interesan los ferraris y los barcos. Ni trabajo por ego –porque nunca había soñado lo que he conseguido a nivel de fama. No sé, supongo que trabajo porque me gusta lo que hago. Es tonto pero debe ser así.
Así debe ser: El Bulli está cerrado medio año por año, medio día por día. Pero, de sus seis meses libres, Adriá usa uno o dos para pasear por el mundo y se pasa el resto en su laboratorio en Barcelona: allí sigue buscando y cada primavera, cuando abre, el menú es completamente nuevo.
–Sí, tenemos nuestro laboratorio en Barcelona, donde vamos ensayando. Primero se me ocurren ciertas combinaciones teóricas, pero llegamos a los platos por ensayo y error. Aunque eso tiene muchas variantes: tenemos un sistema para después ser anarquistas.
Dice, y que ojalá algún día pueda ir a ver cómo trabajan.
Meses más tarde iré a pasar un día a su Taller: el lujo de un señor que cierra su restorán medio año entero para dedicarse a buscar, a pensar, a perderse a ver qué encuentra. El Bulli Taller es un espacio luminoso muy moderno minimalista tecno enclavado en un palacio del siglo XVIII, centro de Barcelona antigua. La cocina es muy grande y está patas arriba: hay pegotes marrones que llegan hasta el techo, vidrios rotos, respiraciones agitadas. Albert Adriá me cuenta que la olla donde calentaba caramelo acaba de estallar. Su hermano Ferrán dice que es lo más violento que les ha pasado en la vida.
–Bueno… en la cocina, quiero decir.
Para muchos, Ferrán Adriá es el mejor cocinero del mundo porque toma riesgos. Pero solíamos creer que eran riesgos estéticos. Ferrán aparece con el pelo revuelto y cara de osito de peluche. En los altos del Taller está su dormitorio y él tiene la almohada puesta todavía:
––El reto para el año próximo es que nuestro primer menú nos copie lo menos posible. Tú ahora ves un helado salado, una espuma, una deconstrucción, y eso es el Bulli. Eso es lo que no queremos hacer. Para seguir siendo El Bulli tenemos que dejar de hacer los platos del Bulli. Por eso estamos acá: para buscar cosas nuevas todo el tiempo.
Es la actitud del cazador. Si algo define el espíritu Bulli es esa postura: estar todo el tiempo atento, buscar ideas en cada viaje, en cada comida, en cada película, en cada distracción –y darse los medios para experimentarlas.
–Aquí estamos para ensayar, para inventar, para ir más allá de los límites establecidos. Para eso necesitamos una buena combinación de libertad y organización: tenemos un sistema para después ser anarquistas.
Dice Ferrán Adriá. Esta mañana Oriol Castro, el jefe de cocina, el tercer mosquetero, y el joven cocinero Jordi están probando lo que suponen que va a ser el gran éxito de la temporada. Hace unos meses Albert Adriá visitaba una fábrica de alimentos cuando vio algo que le despertó el instinto. Al volver empezó las pruebas para fabricar caviar de cualquier cosa.
–Durante un par de días me divertí mucho, no les decía a Oriol y Ferrán cómo lo hacía. Se estaban poniendo muy nerviosos.
Después se lo contó y los llenó de entusiasmo: puede ser un concepto nuevo, diferente. Tanto que no me quieren decir cuál es el secreto que permite que, ahora, Jordi llene una jeringa con un líquido oscuro y eche unas gotas en el agua de una cacerola; en el agua las gotas se le vuelven bolitas. Pruebo: las bolitas tienen la forma del caviar, la consistencia del caviar pero el sabor tan tierra de una buena trufa. Están en el segundo paso: una vez establecido el concepto tienen que buscar qué sabores le pueden ir mejor. Así que ahora Jordi prueba con líquidos de trufas, de café, de una cocción de calamares, de frutas del bosque.
–Al fin y al cabo todo existe, no se inventa nada. Pero hay que saber verlo. Ésa es la definición de creatividad: ver lo que otros no ven.
En la cocina del Taller las ideas burbujean. Es raro –es envidiable– que alguien se invente un espacio para ver qué inventa:
–Es una de las cosas que van a quedar para la historia del Bulli: que fue el primer taller de cocina. Ahora está Juan Mari Arzak, que también lo hace, Charlie Trotter, Sergi Arola y varios más. Dentro de diez años habrá en el mundo cuarenta o cincuenta; no más, porque económicamente no es fácil…
Dice Ferrán Adriá. El proceso es largo. Una vez que encuentran el concepto, le buscan el sabor que mejor le acomoda; después tienen que pensar para qué usarlo. Por eso van anotando en fichas todas las ideas que prueban: las buenas y también las malas –para no repetir los fracasos. Y algunos días se reúnen en otra sala del Taller –una extraña capilla medio gótica llena de bovedillas y arbotantes– para discutir qué van a hacer con cada novedad. Así inventan lo que comerán nuestros nietos, las rarezas que quizás dentro de décadas sean tan comunes como el huevo frito.
–Del Taller salen las ideas, los conceptos, las nuevas formas. Y luego aparece el cocinero como intuición, para encontrar las combinaciones. Aquí entra lo que no se puede explicar: por qué vas a mezclar estas lentejas con este mango, digamos. Y probamos y probamos hasta que finalmente encuentras la magia que hay en cada plato.
–O sea que primero inventan las palabras y luego piensan las frases…
–Digamos. Aquí buscamos la idea mágica, lo que te emocione a nivel creativo. Y después buscamos la emoción a nivel gustativo. Ahí está, me gustó, espera que lo apunto.
Me dice Ferrán y me pide una hoja para anotar su nueva idea y la anota y se ríe. A veces no: El Bulli ya es un fenómeno imparable, y Ferrán Adriá está cada vez más molesto. Sus reservas para el año se agotan en tres días; se calcula que para satisfacer la demanda tendría que ofrecer 400.000 comidas al año; sólo sirve 8.500.
–Yo estoy muy preocupado con el tema de las reservas. Esto ya ha sobrepasado los límites de lo normal... Tenemos que pensar cómo enfrentarlo.
Me dirá Adriá, más tarde: un señor muy amable, ansioso por complacer, se ha convertido en una máquina de rechazar al prójimo. Le quedan, dice, dos opciones:
–Una es aguantar los insultos, los cabreos. Nosotros somos la gente menos polémica y más cariñosa, y esto nos hace dar una imagen todo lo contrario, como unos prepotentes… Podemos decir a tomar por saco, me da igual. O podemos cerrar El Bulli restaurante y abrir El Bulli itinerante. Ir cada año por diez ciudades del mundo, una semana en Arzac, una semana en Sidney, otra en Nueva York…
En el Taller la actividad es intensa sin ser tensa. En medio de la mañana aparece el padre Adriá a saludar a sus hijos. Y un mayorista de pescado que les cuenta secretos de la cocción de la centolla. Y el panadero que les está preparando nuevos panes y se queja de que no le guardaron una mesa en el restaurante.
–Pues si no me conseguís una mesa no os hago ni un puto pan más, habeis oído.
Y un amigo y un fotógrafo y el teléfono constante y Luki, el diseñador suizo que contrataron para que inventara vajillas impensadas. Los hermanos se divierten proponiéndole cosas extrañas. Se les ha ocurrido hacer un tubo de pomada y llenarlo de reducción de jamón de jabugo para untarla sobre un pan, o presentar alguna comida adentro de un papel muy fino, como el que usan los joyeros para guardar lo más precioso:
–Pero todavía no sabemos qué, tiene que ser algo que esté a la altura de tanta distinción. Tenemos el concepto pero no sabemos cómo lo vamos a llenar.
Me dice Albert. Y también prueban con una especie de cono de papel aluminio que se cierra al vacío donde probablemente sirvan humo con algún aroma. Y siguen los experimentos. Me parece una pelea constante con la naturaleza:
–Sí. Si ella no lo inventó, ya lo haremos nosotros.
Dice Albert. Su hermano Ferrán se pasea por su cocina y sus mosqueteros le dan a probar cosas: cucharaditas en la boca y la mirada esperanzada. Durante la mañana intentarán unas láminas de remolacha horneadas transparentes que parecen carey, unas truchitas de cinco centímetros saltadas, una piel de pato con hierbas al horno, un huevo cocinado en agua a 61 grados porque Albert pensó que quizás así conseguiría que la yema y la clara tengan la misma textura –y lo está logrando.
–Y el Aire. Otra buena de este año va a ser el Aire.
El Aire será un gran bol de casi nada, la penúltima escala en el viaje Bulli hacia la destrucción de la materia. Le pregunto qué diferencia entre el Aire y las espumas y Ferrán me lo explica:
–Esto es sólo materia prima sin agua ni gelatina ni nada más que aire. Aquello era la espuma de afeitar, esto es la espuma de baño.
–¿Y la soplas y salen burbujas? ¿Viene con rubia incorporada?
–Pues casi casi. O no, pero te dan un plato así de grande y te dices hostia, cómo me como yo todo esto, y luego ves que no tiene sustancia, que es el sabor en su estado más puro. Es el último eslabón de la espuma, aire con gusto… ya detrás no puede haber más nada.
–¿Y por qué esta lucha contra la materia?
–Esta es la gran pregunta. Porque mi sueño…
Dice Ferrán Adriá y alguien lo llama. No siempre es fácil conversar con él: muchos quieren hacerlo. Pero cuando vuelve sabe retomar su frase donde la dejó:
–Sí, te decía: hay grados. Podemos comer lo crudo –unas verduras, digamos–, luego una cocción mínima –unos espárragos a la parrilla– y luego una cocina más elaborada. Pero mi sueño es crear texturas: conseguir que estén al nivel del producto natural, que sea tan buena una cosa como la otra. Este es el reto.
–Un combate con la naturaleza a ver si empatas…
–Exacto.
Dice, y lo anota con su sonrisa de oso de peluche.
A mediodía Albert, Oriol, Jordi y Luki paran para comer: corren a comprarse un bocadillo de jamón serrano a una confitería que se llama Viena, aquí al lado, en las Ramblas.
–En casa de herrero…
–Pues no te creas, es el mejor fast-food de Barcelona.
Me dice Ferrán y me cuenta que tenía que dar una charla en Buenos Aires este invierno pero que la postergó porque le daba vergüenza hablar de alta cocina en un país con hambre. Y después siguen trabajando, y siguen riéndose. Es envidiable: parece que se divirtieran. Y eso, después, se nota en cada plato. En la era pre-Bulli el humor no era una componente de la ingesta.
–Esto es una de las cosas que podrán decirse del Bulli dentro de cincuenta años: la introducción del humor en los grandes restaurantes. Los grandes restaurantes eran casi contrarios al humor. Pero la cocina es vida, y la vida es sentido del humor. ¿Por qué no habría sentido del humor en la cocina?
–Eso: ¿por qué no había?
Le digo, aliviado de que Ferrán ya haya aprendido a entrevistarse solo. Albert, mientras tanto, saca de la nevera una yema de huevo cocinada por el brandy donde la sumergió: es el principio de algo que todavía no saben.
–Creo que se ha dramatizado mucho la cocina, como algo demasiado… Al final la buena gastronomía es algo que te hace feliz, pero tampoco es tan importante.
Dice, y hace una finta y cambia de dirección. Ferrán Adriá tiene más ideas que tiempo para decirlas: por eso habla muy rápido, por eso a veces las palabras no le alcanzan y se le precipitan.
–Pero claro, para ti lo más importante que hay es la felicidad. Y si resulta que tu máxima felicidad es la comida, pues va a resultar lo más importante de tu vida. Ah mira, esa es buena.
Dice y escribe con letra muy chiquita porque la hoja que me pidió ya está llena. Yo me siento magnánimo: le regalo otra hoja y le pregunto si hay muchas ideas que se le resisten todavía. Adriá me dice que sí, que tantas, y que la que más le ronda es el helado caliente.
–¿Has visto? Parece incongruente, imposible. Pero algún día lo voy a hacer. Yo creo que es posible, sólo tengo que seguir investigando.
El optimismo también es una marca Adriá.
Pero eso será meses después, cuando yo ya sea un converso apasionado. Ahora, esta noche, estamos en pleno bautismo o primera comunión o cena ínclita: el rayo cayendo en la llanura. Esta noche hay muchos platos más, más emociones. Aquí todos trabajan para convencerte de que trabajan para tu placer –e incluso lo consiguen. Hace un rato que dejé de anotar tonterías: no estaba dispuesto a borronearme tanta felicidad con la birome.
Parrillada de verduras
–¿Te impresiona esto de que todos te digan que estás en la punta de lanza, que eres el mejor...?
–La ventaja de estar aquí es que todo pasa más despacio. Hace un rato me han llamado para darme la noticia de un contrato de publicidad de éstos de escándalo, esta noche no voy a dormir. Entonces cuando ves que alguien es capaz de pagarte toda esa pasta para que vendas sus productos, te dices que algo está pasando. O cuando la banca Crédit Suisse quiere entrar a España y quiere coger a los tres personajes importantes del país y te llama...
–¿Y quiénes son los otros dos?
–No sé, no lo pregunté. Pero bueno, yo soy una persona muy pasional pero muy fría. Siempre pienso que lo que hacemos es relativo.
–¿Pero te lo crees o no te lo crees?
–Hay momentos en que pienso que está bien, sí, pero creo que lo único importante en la vida es la salud.
–Con tanto bombo sobre tu cocina, ¿no te preocupa no estar a la altura de las expectativas?
–Uno no es objetivo, no somos conscientes de lo que hacemos. Pero no somos conscientes porque no hemos buscado esto, es una consecuencia...
–¿De qué?
–De pasárnoslo bien en la cocina.
Siempre pensé que la cocina es una profesión envidiable, una de las pocas donde uno trabaja con el placer de los sentidos ajenos sin entregar su cuerpo: aquí se nota.
–Mi negocio es hacer que la gente salga contenta. Es un lugar que vende felicidad, y hay pocos sitios que trabajen ese rubro.
Los precios de El Bulli son más que decentes –unos 80 dólares por el menú y vinos desde 15–, y FA dice que el restaurant no le da plata: que sale hecho y gana con las asesorías, charlas, caterings, contratos de publicidad:
–Yo estoy de acuerdo con entrar en el mundo del show-business y hacer lo que sea necesario, pero sin mezclar en eso la cocina. Para prostituirme, que sea fuera, nunca en la cocina.
–Hacer la calle en la calle, quieres decir...
Ferrán Adriá se ríe –entre otras cosas, porque se ríe todo el tiempo– y le da otro chupito a su cerveza. Es extraño: en general, los maestros del humor suelen reírse poco. Pasaron cuatro horas y la cena está por terminar: hubo más platos increíbles, postres extraordinarios, el último pito catalán bajo forma de un “sorbete de fermento de yogurt” que incluye unos trocitos que F. se empeña en llamar pop-rocks y la camarera petapeta: lo cierto es que en el plato hacen un ruido de inquietud y después en la boca producen explosiones.
Es el fin de la Primera Cena: el principio de la sensación difícil de decir –por tonta, por solemne– de que nos acaba de suceder algo muy decisivo. Ahora sabemos, y lo que queda es una cuestión de historia del arte: si un gesto de vanguardia se transforma en movimiento y después en realidad cotidiana, o se queda en gesto: si cambia su porción del mundo o muere en los manuales.
Por ahora, alcanza para mostrar que, entre todas las artes o artesanías de este principio de siglo, la cocina es la que más cambió de formas. Mucho más que la música, la plástica, la narrativa, el cine; no hay forma de expresión que haya buscado tanto últimamente. Con Adriá, la comida ha vuelto a encontrar una forma artística: ávida de invenciones, pienso, y pienso que trataré de pensarlo más tarde; ahora, mientras ceno todavía, sólo puedo reírme, disfrutar y sufrir la comezón de una sospecha: que va a ser muy difícil volver a comer en otra parte. F. dice que es como un amor: como cuando uno conoce a alguien y las cosas nunca más son como eran. Es, más bien, como una despedida de bolero. Me acuerdo de Oscar Caballero, mi apóstol bullicioso:
–Lo mejor que te puede pasar es que no te guste, porque si te llega a gustar después lo vas a extrañar todo el tiempo.
Ya estoy pensando estrategias para acceder a la Segunda Cena: tiempo al tiempo. La noche siguiente comimos foie gras saltado con un buen sauternes en el Périgord, centro de Francia: hasta la noche anterior no habría sabido pensar nada mejor. En cambio, tras el Bulli, aquella cena espléndida fue triste como un día sin pan.
Son los peligros del placer extremo.
(Junio 2001)
Este texto forma parte del libro "Entre dientes", editorial Almadía.