La empanada es uno de los íconos de la gastronomía argentina y un embajador patrio en el mundo. Pero: ¿son argentinas? Tantas veces nos dijeron que eran nuestras, tantas veces escuchamos que se quemaron los dientes aquél día lluvioso de mayo de 1810, tantas veces sentimos orgullo por ellas: ¿tantas veces nos engañaron? Cada cultura creó o reversionó sus propias masas rellenas más o menos parecidas, algunas se impusieron a nivel global más que otras, pero todos y cada una de las grandes culturas de este mundo tiene su “empanada”: el lajmayín o fatay árabe, las samosas indias, las salteñas bolivianas, el brik tunecino o los nems vietnamitas; entre tantas otras.
Con diversos rellenos –picadillos o recados–, masas y tamaños, cada región de la patria las perfeccionó de acuerdo a sus productos y sabores locales. Creando así, decenas de deliciosas versiones de esta preparación tan argentina como global. La empanada es un ícono argentino pero a la vez, su historia se remonta al inicio de la civilización y su difusión no conoció límites. Sin embargo, es tal su cariño y arraigo por estas tierras que podría colocarse en el altar mayor de la gastronomía argentina, junto al asado y si acaso, la milanesa.
Ni de pulled pork ni de cheeseburger ni mucho menos, de matambre a la pizza. Esto se trata de empanadas, verdaderas empanadas: riojanas, catamarqueñas, salteñas, tucumanas, santiagueñas o jujeñas; empanadas. Ni grandes cadenas de empanadas prefabricadas ni mayores pretenciones que ofrecer el mejor producto posible: simplemente buenas empanadas.