¿Existe una cocina argentina? ¿Qué sería?
Durante mucho tiempo en la Argentina abundaron de tal manera las materias primas que realmente no se necesitaba cocinar: era todo tanto y tan bueno que no había que rebuscárselas, poner en valor los productos, crear una gastronomía propia, cocinar. La cocina en general florece ante la necesidad de inventar algo con poco, de mejorar los productos a disposición, de poner en valor la escasez. La abundancia nos condenó en los inicios de nuestra patria a una cocina escasa de ideas y de variantes.
“¿Para qué vamos a cocinar? Uno agarra la carne, la tira para atrás en la parrilla y se hace sola. La carne es un multiuso muy fácil, porque uno la hierve, la hornea, la marca en fritura, o a la plancha, o la hace a la parrilla, y siempre es rica y fácil de hacer.” Escribió Miguel Brascó, el inventor de la crítica gastronómica en la Argentina.
La influencia de la carne de vaca -o para nosotros, simplemente carne- en la cocina argentina es innegable. Incluso, hasta 1811 la matanza de ganado era legal, cualquiera podía andar por el campo, elegir una vaca y matarla para comer su carne, lo único que había que hacer era entregarle los cueros al dueño. En 1895 por cada ciudadano argentino habitaban en nuestro territorio más de cinco vacas, si se hubieran dado cuenta a tiempo este país sería de ellas. Y, en 1956 marcamos el récord mundial de toda la historia de consumo de carne de vaca por persona al año: 101 kilos por habitante, unos trescientos gramos por día, o lo que es lo mismo, un bife cada uno de nosotros cada día. Ahora, apenas consumimos unos 48 kilos per cápita, un bife cada dos días. Sin embargo, seguimos siendo el país del mundo que más carne de vaca consume, el doble que Brasil y el triple que la Unión Europea, por ejemplo.
Empecemos por el principio
En tiempos de Revolución de Mayo la cocina de Buenos Aires era verdaderamente pobre en variedad y gusto: primaban los fiambres, huevos y mucha carne. En casi todos hogares porteños cada día se preparaba y comía la olla podrida, lo que hoy conocemos como puchero. Y como postre, picaba en punta la mazamorra –un postre que quedó en el olvido: un especie de arroz con leche pero hecho con maíz blanco–. En las provincias del norte, los pucheros rioplatenses les dejaban su lugar a los guisos a base de maíz, como el locro.
Se supone que la poca buena comida de la Buenos Aires colonial provenía de la pequeña comunidad francesa comandada por la amante del Virrey Liniers, “la Perichona”. Sin embargo, la escasez de ideas y variantes no se debía a una falta de posibilidades, sino de intereses. Por el puerto de Buenos Aires entraban todo tipo de productos importados: especias orientales, aceites mediterráneos, mostazas y licores franceses, vinagres italianos, embutidos españoles y demás. Y como dijimos, las carnes eran variadas y bien baratas, al igual que los pescados. Pero lo que no hubo fue el interés por parte de las elites locales de crear una cocina propia, auténtica y rica. Ya éramos una tierra de oportunidades desaprovechadas.
Después de la Revolución, los menúes no cambiaron rotundamente, fueron tiempos de gauchos y sus famosas vacas con cuero asadas a la cruz –todavía no se usaban las parrillas ni asar de forma horizontal–; fueron tiempos de Federales y Unitarios. Los seguidores de Rosas andaban entre asados y ollas podridas mientras que, los Unitarios, muchachos más refinados, eran famosos por sus escabeches: una forma paqueta de conservar las carnes.
En la segunda parte del siglo XIX se fundaron los primeros restoranes históricos de la Ciudad de Buenos Aires, algunos de ellos todavía perduran hasta hoy: El Puentecito en Barracas a metros del viejo Puente Pueyrredón, El Tortoni –ahora sobre Avenida de Mayo, en 1858 cuando abrió todavía faltaban cuarenta años para su construcción; Las Violetas en Almagro y El Imparcial, “Fonda y Botillería de comida típica”, rezaba el cartel de la puerta por aquellos tiempos y ofrecían: “puchero de gallina hervida con vino Carlón”.
Por aquellos años, todo el hielo –había un solo café que preparaba helados o granizados en ese momento– era importado desde los Estados Unidos y era guardado en el sótano revestido con paja del antiguo Teatro Colón de la Plaza de Mayo, donde funcionó hasta 1888.
A finales del siglo XIX se publicó unos de los recetarios más famosos y emblemáticos: La Cocina Ecléctica de Juana Manuela Gorriti. Sus recetas nos dan un panorama de los platos más complejos y refinados de la época. Algunas de las preparaciones más llamativas que allí se nombran son: “La tortuga a la turca, el sábalo a la mimosa o las mentiritas de cordero”. La mayoría de las recetas son de influencia francesa o peruana, las dos culturas más fuertes de ese momento, las dos sociedades más elegantes de Europa y América, respectivamente.
La cocina “argentina” empieza con el siglo XX
Todas las cocinas son una suma de influencias, pero la nuestra las tiene muy claras y marcadas. Esa cocina que suponemos como argentina, la cocina de bodegón, empieza a principios del siglo XX con las oleadas migratorias europeas, con la llegada por el puerto de nuestros abuelos o bisabuelos. Ellos trajeron sus recetas, las cuales adaptaron a la abundancia de una Argentina que ya no existe. Compusieron así una mezcla de reversiones un poco bestiales de platos con raíces europeas: combinaciones y preparaciones italianas que a ningún italiano se le hubiera ocurrido combinar como pizza y faina, tuco y pesto, milanesa napolitana –inventada en el restorán Nápoli–, los fideos a la parisién –del restorán París del Hipódromo de Palermo–, los sorrentinos de jamón y queso –del restoran Sorrento–. O sabores y productos españoles reconfigurados a nuestro modo: la tortilla a la española con chorizo, el flan mixto, el puchero de los domingos o las rabas. La comida que los porteños consideramos como nuestra está constituida de preparaciones italianas, algunos productos españoles y casi nada anterior a 1900.
Sin embargo, para Miguel Brascó, esta suma de influencias adaptadas a un país aún rico no alcanzó para fundar una cocina argentina:
“No existe una verdadera cocina argentina. Podría usted enumerar una serie de platos y yo, uno a uno, le mostraría que es de un origen no autóctono. En cambio, sí hay una cocina peruana y una cocina brasileña. Perú, por ejemplo, tiene 37 tipos de papas y sobre semejante variedad hacen platos absolutamente propios. En Brasil hay varios platos que no provienen de los portugueses ni de ningún otro origen. En la Argentina, las distintas nacionalidades repitieron sus platos típicos: los españoles hicieron su cocido, los italianos sus pastas, y la carne, en general, fue la que perduró”.
Los italianos no solo trajeron sus recetas, sino también sus hábitos sociales, impusieron las pastas de los domingos, el culto del aperitivo, la pizza de dorapa, el helado o la idea de la milanesa. Fueron, sin dudas, la colectividad que más influenció y peso tuvo sobre la mesa de los argentinos.
La consolidación de la argentinidad y las nuevas modas
Aquello que hoy pensamos como cocina argentina se terminó de consolidar en los años 50’s: el asado se transformó en un fenómeno urbano, aparecieron las carnicerías y las parrillas en las ciudades, nació el choripán con chimichurri como símbolo; también la picada, el mate con bizcochos y los sanguches de milanesa. Es el momento del surgimiento de la nueva comida al paso para una reciente clase trabajadora.
En cambio, los 80’s y los 90’s fueron el momento de la consolidación de las grandes cadenas de fast-food y de la masificación de las cocinas étnicas: primero la china, la japonesa y la armenia, luego la peruana, la india y la mexicana. Brotaron los restoranes ostentosos al mejor estilo Miami –la gran aspiración por aquellos años–, fue la época de la pizza con champagne, del uno a uno y la plata dulce.
Puesta en valor de la Cocina Argentina
A principios de los 90’s, Ada Cóncaro, dueña y cocinera, justo a su hermana, del mejor restorán de Buenos Aires del momento –Tomo I–, opinó que el comensal argentino todavía no estaba preparado para aceptar como bueno algo que no pareciera sofisticado. Y tenía razón, pero quizás, ahora, treinta años más tarde, ya lo estamos.
En la última década, la cocina que suponemos argentina dejó de ser una cocina reservada para las casas y los bodegones. Nuestros restoranes más ilustres ahora honran, cocinan y ofrecen una cocina argentina con supuestos mejores productos y técnicas más cuidadas. Versiones o reversiones de nuestros clásicos, tanto de bodegón como de parrilla. Y ahí, es donde diría que nace una verdadera cocina argentina, donde aceptamos que para hacer supuesta buena comida ya no es necesario copiar o tomar referencias europeas, sino crear a partir de nuestro pasado y nuestros productos. Apropiándonos de nuestras costumbres, dándoles valor y preponderancia. Ahora, a la cocina argentina vale la pena mostrarla, perfeccionarla y exportarla.