La carne argentina: ¿es buena o mala?

Sobre todo es, y también es muy buena, seguro que no es mala, pero también, casi seguro, que no es la mejor.

DEBATES20 de julio de 2025
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Dicen que durante milenios no hubo ni una. Que las primeras fueron un macho y siete hembras. Que llegaron en barco al sur de Brasil y cruzaron al trote la selva y luego anduvieron en balsa hasta llegar a las pampas. Que todo esto sucedió como en 1550. Que ese toro fue el primer prócer de la patria: el padre de todos los padres y madres. El Adán de cada carnicería. Que unos 250 años después ya tenía más de 40 millones de tataranietos. Dicen que esa es la historia de mi vaca, cada una de ellas y las de todos nosotros. Pero esto no se trata de historias, sino de opiniones y generalizaciones.

Ya que simplemente la llamemos carne quiere decir mucho o como decía; es. En gran parte del planeta hay que aclarar algo que en la Argentina es obvio, la carne, por defecto, es vaca. El resto son las que necesitan aclaraciones. Y esto, tenía que ver con la proporción de vaca que comíamos con respecto a otras carnes –pollo, cerdo, pescado, cordero–. Hasta hace un par de décadas la vaca representaba como el 90% de nuestra ingesta de proteínas animales. Entonces, claro, carne era carne, a secas. Sin embargo, esa realidad que transformó a la vaca en simplemente carne ya no tiene un correlato estadístico: en el 2024 no comimos, por primera vez en más de dos siglos de historia, más carne de vaca que de cualquier otro animal; el pollo la ha superado, por precios, claro. Pero, pese a esta baja en el consumo bovino, seguimos siendo el país del mundo que más carne de vaca consume –el triple que la Unión Europea, por ejemplo–. Lo cual, nos sigue dando la potestad, por ahora, de llamar carne a la carne o como otros dicen: vaca o res.

Sí, nuestra carne es buena, en promedio nuestra carne es muy buena; la carne más corriente, de supermercado o carnicería de barrio, es de las mejores o mejor que en casi cualquier otro lugar del mundo. Pero casi no hay más allá, no hay excelencia o está muy escondida. Nuestro piso es alto pero nuestro techo no lo es tanto o, al menos, aquel que solemos ver. Quizás haya un techo más alto, pero está reservado para muy pocos, no solo por sus precios sino, sobre todo, por su posibilidad de acceso.

También creo que, hasta hace un par de décadas o así, cuando la carne no era más que carne y su estima no estaba a los niveles actuales en el mundo o no se suponía que un bife asado podía ser alta cocina, quizás la nuestra era de las mejores. Toda culpa del progreso –o quizás, solo un mayor conocimiento de algunas carnes lejanas–. En este último tiempo, la carne que consumimos los argentinos siguió en un camino casi sin progresos, sin avances, ya nos creímos campeones y nos conformamos con eso. Mientras, otras muchas con más humildad, se perfeccionaron, estudiaron, mejoraron y se lo ofrecieron de forma clara al comensal, desplazándonos del podio de la carne mundial. Gran parte del atraso creo que radica en que en la Argentina no existe aún una diferenciación de las carnes según su raza o calidad o tantas otras cosas, el mercado no las diferencia y el consumidor no lo exige. La carne es carne, si acaso novillo o novillito, pero poco más. Tarde o temprano llegará esta estratificación y habrá gran dispersión de precios según calidades, marmoleados, razas, orígenes, alimentaciones, maduraciones, etc. Algo necesario para saber qué estamos comiendo, diferenciar calidades y desde el comensal, ser más exigentes y sabios. Sin embargo, la falta de un supuesto progreso también nos da ventajas, no son todas pálidas. En muchos lugares del mundo no es simple conseguir trozos grandes de carne o cortes enteros con hueso. Por normativas de salubridad la carne debe distribuirse envasada al vacío y porcionada. Qué sería de la Argentina sin un costillar o, incluso, de un vacío entero.

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La discusión, por supuesto, finalmente responde a gustos, qué es bueno y qué es malo. Qué si la mejor carne es la más tierna o la más sabrosa o la más infiltrada o una combinación de todo ello. Hasta hace poco, el gran valor solía ser la terneza y allí competimos de lo lindo. Pero últimamente, el sabor y la infiltración pican en punta y la mezcla de ambas hace una carne rica, profunda, sabrosa y también tierna, mantecosa. Y es en sabor, sobre todo en sabor, donde nos vamos quedando algo relegados con respecto a grandes carnes del mundo. Las vacas en Argentina se suelen sacrificar entre los dos y tres años –hasta el 1 de enero del 2026 hay una norma que establece el peso mínimo de faena–. El sabor suele crecer con el paso del tiempo y a su vez, la terneza, descender. Las carnes son tiernas e insípidas cuando nacen y cada vez más duras y sabrosas a medida que pasan los meses. Sin embargo, a grandes rasgos, en carnes con mucha infiltración de grasa –como un buen buey– la terneza no se pierde con el paso del tiempo y, en cambio, el sabor se sigue amplificando. Y eso es lo que nos falta cuando se come una carne argentina, un sabor más profundo y duradero. Es una muy rica carne, sí. Es generalmente tierna, también. Pero no es, a mi entender, lo suficientemente sabrosa y eso, se apareja con su genética y la edad joven del animal.

La otra discusión para entender las bondades o malicias de una carne es su trato: qué y cómo se cocina; técnica y manipulación. Todos podemos destrozar la mejor carne del mundo o poner en cierto valor una carne regular. Comemos mucha carne pero ¿la tratamos “bien”? Por un lado, está claro que el asado argentino tradicional no abraza al respeto de un gran producto a la lógica moderna. Nuestros bestiales trozos de carne no tienen un punto ni tiempo preciso, debe quedar tierna, casi deshecha y con buen sabor a leña; esa es la búsqueda. Todo se trata del placer en la boca, de la conjunción de esa carne tierna envuelta en su justa grasa con el trasfondo de una buena cocción a leña. Ni crudo ni quemado; “bien hecho”. Por otro lado, más allá de la gauchesca y el firulete, solemos cocinar la carne de más, hay que decirlo. Por costumbre, por demanda del comensal; por técnica. De más y con poco calor, una mezcla aterradora. Le tenemos miedo al fuego directo o a calores muy potentes y eso, creo, que es lo que necesita una buena carne. Que este atemperada, una cocción corta y un reposo: cuánto mejor es el producto menos tiempo hace falta cocinarlo. La mejor carne solo necesita atemperarse en su centro y tostarse en su exterior. La parte gris –o sobrecocinada– entre su exterior y su centro debe ser lo más fina posible a la vez que su centro tenga buena temperatura –unos 48 o 50º–.

Pese a la dispersión de precios que hay entre una parrilla popular de barrio, otra un poco más cuidada y las más renombradas; no me parece que la distancia en relación a la calidad de la carne que llega a la mesa entre unas y las otras sea tan grande como lo es su ticket. Lo cual, responde, a mi entender, a que la carne en general es muy buena pero pocas veces excepcional; piso alto, techo no tanto –casi como el peronismo–. Eso, se puede ver como una suerte: mucho más terminan comiendo buena carne. Pero, a la vez, nos aleja de lo excepcional. O simplemente, será que la carne excepcional argentina no es casi ofrecida en su tierra. Muchos muy buenos frigoríficos argentinos solo –o casi solo– producen carne para exportar a países que sí diferencian “categorías” de carnes y pagan por ello. Es el caso, por ejemplo, de la multipremiada en el campeonato mundial de carne Azul Natural Beef.

Otra cuestión muy en boga últimamente son las maduraciones, si largas, si cortas, si mejoran, si empeoran. En la Argentina no hay mucha tradición de maduración básicamente porque nuestra carne no lo necesita ni necesitó. Porque es tierna, porque es joven. No tiene sentido madurar carnes jóvenes con baja infiltración. La maduración tiene como objetivo, sobre todo, romper las fibras de la carne –además de concentrar sabores y desplegar otros matices–. Pero seguro una maduración no es lo que hace de una carne excepcional. Ahí ya es una elección, una decisión casi ideológica, de si una carne excepcional es aún mejor con una maduración larga o no.

Otro punto innegable es su costo material. Tristemente, lo bueno o lo malo también tiene que ver con a qué precio. Algo bueno muy caro deja de serlo. Hoy, la carne en la Argentina dejó ser muy barata comparada con otros lugares. Lo solía ser y esa, también, era una de sus gracias. Por ejemplo, un lomo promedio cuesta unos $21 mil pesos en Argentina, lo mismo en Brasil y unos $45 mil en España. A su vez, el cuadril, unos $14 mil acá, $9 mil en Brasil y $18 mil en España –datos supermercados julio 2025–. Siempre hablando de carnes regulares de cada lugar y en este rubro, estoy convencido, que la Argentina es campeona. Entonces, no es tan barata pero sigue a buen precio internacional y aún más, en relación a su calidad promedio.

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Entonces, repetiría, una vez más, que la carne argentina es muy buena pero no excepcional. Los dos tipos de carne más valoradas en la cocina mundial actual son: por un lado, las de estilo Kobe –denominación de origen– o Wagyu –raza– –hay otras similares como el Hanwoo coreano– con marmoleos de grasa infinitos que provocan bocados mantecosos; y por otro, las carnes de bueyes europeos muy avejentados con buen marmoleo, pero, sobre todo, con gustos profundos y sublimes. La carne argentina no compite en ninguno de ambos rubros, encuentra su lugar en un punto medio de buena terneza y sabor, sin llegar a los extremos de uno, ni del otro. Pero, como dijimos, no se trata solo del gran producto, sino también de su trato. No hablo de copiar técnicas extranjeras, como la de los buenos asadores españoles –hoy en punta–, sino de tomar saberes para enaltecer aún más nuestro producto. En definitiva, debemos elegir nuestro futuro: ¿hay que copiar técnicas y carnes de los asadores mundiales más afamados o debemos sostener la autenticidad e idiosincracia del asado argentino?

Más allá de lo bueno y lo malo, la carne en Argentina es simplemente carne, y eso, ya es un valor en sí mismo. Poder comprar en cualquier esquina buena carne no se da en casi ningún otro lugar; la Argentina debiera ser eso que sucede entre asado y asado. 

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