La Conquista de América: la fusión de cocinas que cambió al mundo
La llegada de Colón a América en 1492, ese error de cálculo en su camino hacia “las Indias”, condujo al intercambio cultural más importante de todos los tiempos; dos mundos que se completaron para formar el que hoy conocemos, para dar inicio a la Edad Moderna y la era de la globalización. Para transformar las cocinas, no solo americanas y europeas, sino las de cada rincón de esta tierra. No solo los productos autóctonos de cada continente cruzaron el Atlántico, sino también técnicas, saberes y percepciones; fue el viaje que cambió la cocina del mundo. Piensen en un postrecito de chocolate –cacao y vainillas americanas mezcladas con leche y azúcar del otro lado del atlántico– o en un bife con papas fritas o incluso, en nuestro locro y así podríamos seguir con cada preparación de este mundo, desde los platos picantes de Sichuan hasta el picante de lengua norteño pasando por un curry de Madrás o una paella valenciana. Hay muy pero muy pocas comidas actuales donde esta gran fusión no conviva y no solo hablamos del mundo occidental, sino también del lejano y medio oriente o de cada rincón de África.
La gran tríada europea de aquel momento: pan, vino y aceite; se confrontó con la gran tríada de la América precolombina: maíz, papas y frijoles. En la Europa del siglo XV la alimentación básica estaba basada en el trigo, algunas pocas verduras como los repollos y legumbres como los porotos y las habas. Si no había escasez aparecía la carne de cerdo, de oveja, de gallina y quizás, la de vaca. Era aún una cocina pesada, sobrecargada de sabores y productos, especiada en lo posible y grasosa. En la cual, primaban las comidas de olla cocidas en agua o vino y los asados, pero también había preparaciones fritas en aceite o grasa de cerdo. Solía ser una dieta chata y lo más cargada de proteínas posible.
En cambio, imagínense un mundo sin vacas, sin chanchos, sin gallinas, sin cabras ni ovejas y entonces, sin lácteos ni quesos; los pueblos precolombinos comían proteínas animales, pero muchas menos: llamas, alpacas o guanacos; bastantes pavos, roedores como el cuy, perros mudos y sin pelo, insectos o iguanas. También pescados, de mar y de río, crustáceos y moluscos, pero fundamentalmente una base alimenticia vegetal. En algunas regiones primaba el maíz y los frijoles, en otras, la papa y la quínoa, a veces la yuca y el camote, los ajíes en casi todo el continente, el cacao siempre como el producto más valorado, los zapallos, los tomates o las mieles de abeja. En la América Precolombina los aceites y las grasas estaban ausentes de las dietas, eran desconocidos, así como las frituras; asar y guisar eran los métodos de cocción empleados. Se trataba de una dieta menos pesada y calórica, sin aceites, sin materias grasas y con proteínas más bien bajas en grasas.
Desde Europa hacia América
Luego de la conquista, las matanzas y la consagración del poder colonial en América, esta se transformó en una tierra de abundancia para el europeo, una tierra donde los nuevos cultivos y los nuevos animales se expandieron como su hegemonía, donde las tierras eran vastísimas y no así, los comensales.
Entre los animales, el primero de ellos en aclimatarse y multiplicarse en el “nuevo continente” fue el cerdo: “la conquista de América se realizó a su paso”, dicen. Y, el primer cultivo que se masificó fue el de la caña de azúcar; transformándose rápidamente en un ícono de las poco desarrolladas economías del Caribe. Incluso, hoy en día, Brasil es su principal productor. Antes de la llegada de los conquistadores, la miel y el néctar de agave eran los endulzantes habituales.
También, llegaron rápidamente cultivos tan relevantes para nuestra dieta diaria como el trigo –y sus panificados–, el arroz y la cebada. Aparecieron los limoneros y los naranjos, los olivos y sus aceites, las vides y sus vinos –para finales del siglo XVI ya había vinos americanos, eran parte fundamental de la evangelización–. Asimismo, el café llegó con la conquista y se transformó en un cultivo básico de Sudamérica: Brasil y Colombia son dos de los cuatro mayores productores mundiales.
Después del cerdo, aparecieron las ovejas, las cabras, las gallinas y sus huevos y, por supuesto, la gran vaca y todo lo que eso compete: sus lácteos, sus materias grasas y sus carnes. Los pastos eran generosos y los climas, benignos. Qué sería de la Argentina sin el trigo pampeano, sin los vinos mendocinos y sin las vacas de cada región. Dicen que las primeras que llegaron a estas tierras eran siete hembras acompañadas de su toro y que eso sucedió como a mediados del siglo XVI y que un par de siglos más tarde sus descendientes ya eran más de 40 millones. Pero no solo llegaron animales para consumo, sino también aquellos aptos para el trabajo como el caballo. Hasta la conquista, en América era excepcional el uso de animales como tracción a sangre.
Existen muy pocas preparaciones o comidas actuales que nos transporten a esa América precolombina sin lácteos, sin materias grasas y sin las proteínas más habituales de nuestras mesas; ni siquiera el locro actual tan lleno de grasas porcinas. Aquel que quizás más conmemora ese pasado casi olvidado es la humita –humint’a o pan de maíz en quechua– en chala, una preparación incaica hecha dentro de su propia hoja. Curiosamente, en una sociedad, al parecer, tan orgullosa de su presente y tan desdeñosa de su pasado precolombino como lo es la norteamericana, en su festividad más importante, Thanksgiving o Acción de Gracias, comen casi todos productos autóctonos americanos: pavo, papas, batatas y maíz.
Desde América hacia Europa
Pensar a la gastronomía europea sin los productos americanos es como pensar a la cocina argentina sin la inmigración italiana y española. Qué sería de los ingleses, alemanes o españoles sin las papas, de los italianos sin los tomates o de los pasteleros franceses sin el chocolate y la vainilla.
Uno de los productos americanos que más rápido llegó a España y más se expandió por cada rincón de este mundo, siendo fundamental para cocinas tan disímiles como la china, la india o la marroquí; fue el ají. Y fue el propio Colón quien llevó los primeros ajíes desde América a Europa en su segundo viaje transatlántico en 1493. La primera referencia de ellos es justamente en su diario de a bordo, en su relato del 15 de enero de 1493 mientras estaba en la Isla Española: “Hay mucho ají que es su pimienta, y toda la gente no come sin ella que la hallan muy sana”. En Europa fueron llamados “pimientos”, ya que el único producto picante que les era familiar hasta ese entonces era, justamente, la pimienta. Este es un ejemplo de cómo, por aquellos tiempos de cambios y novedades, los españoles –en este caso– buscaban describir e identificar a estos nuevos y exóticos productos en relación a lo familiar. Aquello desconocido solo se puede explicar en relación a lo que conocemos.
La papa seguramente sea el alimento más decisivo y relevante de todos los que cruzaron el atlántico hacia Europa, fue la base de la alimentación de muchas regiones de Europa durante los siglos XVIII y XIX y la causa de que mucha más gente no muriera de hambre. Sin embargo, este tubérculo andino fundamental para el Imperio Inca, sufrió el desprecio de los conquistadores quienes la calificaron de comida para animales. Sin embargo, para principios del siglo XVII ya se había transformado en el cultivo fundamental de Irlanda, isla de suelos fértiles y húmedos, que dependió tanto de ella los siglos subsiguientes que su escasez se pagó con millones de muertes. La batata también es un producto americano que se consolidó en Europa y el mundo hasta transformarse, por ejemplo: en fideos tradicionales coreanos. Lo mismo pasó con la calabaza y todos sus familiares, tales como el zucchini, de nombre tan italianizante, pero de espíritu americano.
El maíz fue otro producto americano que fue despreciado en un primer momento, lo imaginaron como un reemplazo del trigo, pero molido no les daba buenos resultados. Al igual que las papas, fue incorporado a la fuerza, en momentos de crisis por las clases más bajas para no morir de hambre, por ejemplo: en forma de polenta. Otro cultivo fundamental que se expandió desde América fue el girasol y su aceite, el cual fue llamado en algunos casos como: “sol de las indias”.
Qué decir del tomate y su lento proceso hacia su coronación como producto básico de las cocinas de todo el mundo. En sus inicios, fue tratado como un fruto venenoso y prohibido en Europa –el desprecio y miedo por lo desconocido como reacción primaria fue lo habitual– hasta que los humildes napolitanos, por necesidad, se arriesgaron a su dulzura y jugosidad. Al parecer, en aquellos tiempos, la variedad imperante en Italia era la amarilla y por eso fueron llamados manzanas de oro o pomodoro. Este salto al vacío o a los tomates “venenosos” por parte de los napolitanos marcó el comienzo de la pizza propiamente dicha y el alejamiento de ella del resto de los tantos panes planos con cositas por encima que se consumían hasta ese momento. El tomate se adaptó perfectamente al clima mediterráneo y a su sol y, a partir de ahí, se transformó en shakshukas en Medio Oriente, en gazpachos en Andalucía, en ratatouilles en la Provenza o en salsas por todo Italia: recién en 1844 apareció la primera receta de los clásicos fideos con salsa pomodoro –tomate–.
Si nos referimos a los animales, solo el pavo americano triunfó en Europa –y no es un chiste–. Este era visto como un animal exuberante y apetecible, pero a la vez, tan exótico y novedoso que cada idioma lo llamó por sus supuestos orígenes: en inglés lo llamaron turkey, creyendo que provenía de Turquía, y en francés, dinde, suponiendo que arribaba de la India. Aquellos que sí supieron su origen fueron los portugueses, quienes lo llamaron: peru. Los insectos, los perros pelados o las iguanas, por ejemplo, tan valorados por diversas culturas precolombinas no fueron del agrado de los conquistadores.
Colón fue el primer europeo en conocer los preciados granos de cacao americano, sin embargo, nunca lo supo. Fue en su cuarto y último viaje, muy cerca de las costas de Yucatán divisaron una pequeña embarcación a la cual ordenaron detenerse. La abordaron y encontraron en ella gran cantidad de granos de cacao, entendió Colón que se trataba de una moneda de cambio local pero no, que se trataría de un alimento venerado en el mundo. Solo un par de décadas más tarde, Hernán Cortés, líder de la conquista de México, fue agasajado por Moctezuma II transformándose así, en el primer europeo maravillado con esta bebida oscura. Los aztecas sostenían que Queztacoatl aparecería ese mismo año en forma de hombre blanco y barbudo y que llegaría desde el mar. Al verlo a Cortés, no pensaron en otra cosa y así lo trataron, al final del gran banquete le sirvieron el preciado xocoatl –bebida amarga a base de cacao, especiada y espumosa– en vasos de oro. “Una sola taza de esta bebida fortalece tanto al soldado que puede caminar todo el día sin necesidad de tomar otro alimento”, escribió Cortés en una carta dirigida a su rey Carlos I. Ya en 1520, solo un año después de la conquista, la bebida llegó a España, donde se amoldó a los gustos locales: se la empezó a endulzar con azúcar de caña y aromatizar con canela. El chocolate fue adoptado por las clases altas inmediatamente, todavía como una bebida exótica y costosa. En el siglo XVII el chocolate cruzó las fronteras españolas y se instaló primero en Italia y luego, en Francia. Sin embargo, no sería hasta bien entrado el siglo XIX y la utilización de la prensa hidráulica –para extraer su manteca– que encontraríamos los primeros bombones de chocolate en las pastelerías.
Un aliado actual del chocolate, la vainilla, es fruto de una exótica orquídea oriunda del actual México. Al verla, los españoles la llamaron así por su similitud con una vaina, con las legumbres. Hasta el siglo XIX, la vainilla siguió siendo un producto monopólico mexicano hasta que Francia la dispersó por sus colonias tropicales del Índico.
Posdata:
Cuenta el cuento que Colón y sus muchachos quedaron tan maravillados con una fruta americana con raros pinches y coloridos penachos que les pareció pertinente que nuestra majestad, los Reyes Católicos, pudieran probarla. Tenía un aspecto desafiante pero un gusto dulce y jugoso como no conocían otra. La llamaron piña, claro, lo más parecido que conocían en aspecto eran las piñas de los pinos pese a que en su interior y su sabor se asemejaran tanto como un auto a una hormiga. Y así fue, como cargaron a sus carabelas de decenas de ellas en su viaje de vuelta a Europa. Sin embargo, la piña –o el ananá– es una fruta que fermenta rápidamente y con el pasar de los días soleados los regalos para los reyes se fueron pudriendo uno a uno. Colón empezó a desesperar y decidió que solo tenía una alternativa: elegir la mejor de ellas, una sola, y cuidarla como a su madre para que llegase en condiciones al tan ansiado encuentro con Isabel y Fernando. Al arribar al puerto de Palos, Colón les exhibió, con mucho orgullo, a sus majestades esa única piña y les contó que esa era la fruta más deliciosa que iban a probar en sus vidas. A lo cual, los reyes le dijeron que entonces mejor no. Cómo que no, retrucó Colón. Mejor no, insistieron los monarcas. ¿Y si nos gusta realmente?, se preguntaron. Si hay una sola preferimos resistir a la tentación que comerla sabiendo que no tendremos otra para seguir saboreando tal elixir, reafirmaron.