Los mejores consejos de Anthony Bourdain para este 2022

DEBATES01 de enero de 2022
En este fragmento de ¨Confesiones de un chef¨ Anthony nos cuenta sus principios generales a la hora de salir a comer: un irónico e imperdible relato cargado de enseñanzas para adoptar en el 2022. Feliz año.
bourdain nota

DE NUESTRA COCINA A TU MESA

         El otro día vi un cartel colocado a la entrada de uno de esos híbridos chino‐ japoneses, que empiezan a brotar por toda la ciudad. Anunciaba «Sushi a precio reducido». No puedo imaginar mejor ejemplo de «Cosas para no fiarse», que una ganga de sushi en una casa de comidas. Y, sin embargo, el local estaba lleno. Me pregunté si estaría igual de lleno en caso de que el cartel hubiera dicho «Sushi barato» o «Sushi de hace días».

        La buena comida y el buen yantar están por encima de todo riesgo. Una ostra a cada momento te dañaría el estómago. ¿Quiere eso decir que debes dejar de comer ostras? De ninguna manera. Es cierto que, cuanto más exótica sea la comida, cuanto más atrevido sea el comensal, más posibilidades hay de futuras molestias. No por eso me voy a negar el placer de comer morcillas, sashimi o ropa vieja en el tugurio cubano, sólo porque algunas veces me haya sentido mal unas horas después de haber comido esos platos.

       Pero hay algunos principios generales que me parecen razonables. Cosas que he visto a lo largo de los años han quedado grabadas en mi memoria y han alterado mis hábitos alimentarios. Estoy muy dispuesto a probar la langosta a la parrilla en una de esas destartaladas barbacoas al aire libre del Caribe, donde la refrigeración es dudosa y veo con mis propios ojos cómo zumban las moscas alrededor del asador. (Pero, vamos a ver, ¿voy tan a menudo al Caribe? Cuando voy ¡quiero aprovechar todo lo posible!) Por el contrario, en mi país, donde por razones de oficio como a diario en restaurantes, me he fijado algunos síes y noes terminantes que, por propia decisión, rigen mi vida.

    Nunca pido pescado los lunes, a menos que coma en Le Bernandin -un famoso restorán de pescado muy elegante de NY-, donde sé que compran el pescado directamente a pie de barca. ¡Sé que los lunes, la mayoría de los mariscos tienen cuatro o cinco días de antigüedad! Entras una aletargada noche del lunes en un bonito sitio de dos tenedores en Tribeca y ves que está marchando un delicioso y sabroso plato del día: atún de las islas del Pacífico, hinojo guisado, tomate triturado y salsa de azafrán. ¿Por qué no pedirlo? Las dos palabras que te saltan a la vista cuando recorres el menú son lunes y plato del día.

        La cosa funciona así: el chef de ese bonito restaurante encarga el pescado los martes, para que se lo entreguen el viernes por la mañana. Encarga una buena cantidad puesto que, hasta la mañana del lunes siguiente, no habrá reparto. Sí, ya sé, algunos proveedores reparten los sábados... Pero el mercado está cerrado los viernes por la noche. ¡Desde el martes el pescado es el mismo! El chef espera deshacerse del grueso de ese pescado —tu atún— el sábado por la noche, cuando supone que la concurrencia será más numerosa. También supone que, si sobra un poco para el domingo, se deshará del resto sirviéndolo en ensalada de mariscos en la comida o como plato del día. ¿El lunes? Es noche de liquidar todo lo que haya sobrado, si es posible sacándole dinero. ¿Te parece muy mal? ¿Por qué no tira las sobras de atún? El tío podrá reabastecerse el lunes, ¿verdad? Sí, seguro que puede... Pero ¿qué impide que su proveedor no piense exactamente lo mismo? ¡El pescadero también está vaciando su refrigerador! Pero ¡si el mercado de la calle Fulton está abierto los lunes por la mañana!, te dices. ¡Puedes conseguir pescado fresco! He estado en el mercado de la calle Fulton a las tres de la mañana del lunes, amigos míos, y os aseguro que no inspira confianza. Hay muchas posibilidades de que el atún que estás pensando pedir el lunes por la noche haya estado dando vueltas —ya cortado— entre los ingredientes que es necesario tener a mano en la puesta a punto de la cadena, mezclado con pollo, salmón y chuletas de cordero durante cuatro días, mientras las puertas de las neveras se abren y cierran cada pocos segundos, conforme los cocineros meten las manos para tantear a ciegas lo que necesitan. Es evidente que ese atún no ha estado en óptimas condiciones de refrigeración.

     Ésa es la razón de que no aparezcan el bacalao ni otros productos perecederos en los platos del día de los domingos o lunes por la noche: no aguantan todo lo que sería de desear. El chef lo sabe. Prevé la casi segura posibilidad de tener todavía rodando por ahí algún pescado los lunes por la mañana... Y le gustaría sacarle dinero sin envenenar a los dientes.

      Los mariscos son asunto peliagudo. La tortuga roja puede costarle al chef sólo diez dólares el kilo, pero el precio incluye huesos, cabeza, escamas y todo aquello que se corta y tira. Una vez limpia, el precio verdadero de cada pieza de filete le cuesta al chef más del doble y preferirá venderlo que tirarlo a la basura. Si todavía huele bien el lunes por la noche... te lo comerás.

    No como mejillones en los restaurantes, a menos que conozca personalmente al chef o haya visto con mis propios ojos cómo los guardan y conservan hasta el momento de servirlos. Me encantan los mejillones. Pero, por experiencia, sé que casi todos los cocineros son menos que escrupulosos cuando los manipulan. La mayor parte de las veces los dejan regodearse en su maloliente meada, al fondo de la nevera de acceso rápido. Estoy seguro de que algunos restaurantes tienen contenedores especiales con cubos perforados, que permiten el drenaje mientras los mejillones están en reserva... Y es posible — sólo digo posible—que los cocineros de esos restaurantes los saquen con cuidado uno por uno cada vez que reciben una orden y se aseguren de que están vivos y sanos, antes de echarlos a la cazuela. No he trabajado en muchos sitios donde se tomen esas precauciones. Los mejillones son demasiado fáciles de hacer. Los cocineros los consideran un regalo. Tardan dos minutos en cocerse, pocos segundos en ir a parar a un cuenco y ¡listo! otro cliente servido, mientras ellos pueden concentrarse en filetear esa condenada pechuga de pato. En una estupenda brasserie de París tuve la desgracia de que me tocara un mejillón en mal estado. El muy ladino estaba escondido entre un montón de otros ejemplares impecables. Me hizo callar como un libro cerrado y me mandó al servicio casi a cuatro patas, sujetándome la barriga con las manos. Cagué como una rata y vomité como si lanzara un proyectil. Esa noche recé. Durante muchas horas. Y, como ya te habrás imaginado, soy ateo perdido. Afortunadamente, los franceses tienen una política muy abierta para pedir asistencia médica a domicilio y ofrecen buenos servicios sanitarios. Pero no pienso repetir la experiencia. ¿Mejillones? No, gracias. Si tengo ganas de mejillones, escogeré los que tengan buena pinta entre los que tú hayas pedido.

      Y ¿qué pasa los domingos con los mariscos? Bueno... a veces puedes pedirlos. Pero nunca permitas algo tan obvio como dejarte encajar mariscos a la vinagreta o fritura de pescado en el menú del brunch [combinación de desayuno y comida]. Los menús del brunch son una tentación para los chefs pendientes de los costos, un vertedero para cuanto ha sobrado de las noches del viernes y el sábado o para los desperdicios generados durante el servicio normal del negocio. ¿Te imaginas un pescado que estaría mucho mejor con un vuelta y vuelta a la parrilla y una rodaja de limón, aderezado de repente con vinagreta? Cuando en un menú veas cualquier plato a la vinagreta, más vale que leas conservado o disfrazado a la vinagreta.

      Y ya que hablamos de brunch, ¿qué decir de la salsa holandesa? A las bacterias les encanta la holandesa. La holandesa, esa delicada emulsión de yema de huevo y mantequilla fundida, hay que mantenerla a una temperatura ni demasiado caliente ni demasiado fría. O se cortará cuando eches la primera cucharada en los huevos pasados por agua. Desgraciadamente, esa temperatura tan difícil de mantener es el caldo de cultivo favorito de las bacterias para copular y reproducirse, ahí mismo. Nadie que yo conozca ha hecho nunca una salsa holandesa en el momento de recibir el pedido. Lo más probable es que lo que le pones a los huevos esté hecho horas antes y mantenido en reserva. También es preocupante la posibilidad de que la mantequilla utilizada para hacer la salsa holandesa sea mantequilla ya servida en alguna mesa, recogida, calentada, clarificada y colada para quitarle las migas de pan y la ceniza de los cigarrillos. Como bien sabes, la mantequilla es cara. La holandesa es una salsa de auténtico riesgo biológico.

      ¿Cuánto tiempo ha estado ese beicon canadiense poniéndose rancio en la despensa? Recuerda que, en Estados Unidos, el brunch no se sirve más que una vez a la semana (los fines de semana). Aquí la frase de moda es «Brunch menu». ¿Traducción? «Repugnante montón de sobras variadas y dos huevos por doce dólares, más un Bloody Mary gratis.» Otro detalle sobre el brunch: los cocineros lo aborrecen. Un chef sensato despliega a sus mejores cocineros los viernes y sábados por la noche, En cambio se resiste a designar a esos cocineros para trabajar los domingos por la mañana temprano. Sobre todo porque lo más probable es que, terminada la faena del sábado, hayan salido por ahí y le hayan dado al trago hasta la madrugada. Y lo que es peor, el brunch es desmoralizante para los cocineros serios. No hay nada que haga sentirse a un aspirante a Escoffier más parecido a un cantinero de cuartel, o al del Mel from Mel Diner, que tener que echar un par de huevos encima del bacon and eggs los domingos por la mañana. El brunch es un potro de tollina para el equipo de cocineros de segunda. O el sitio donde los recién salidos de la cantera de lavaplatos aprenden a cortar chuletas. La mayoría de los chefs libran los domingos, de modo que la supervisión está bajo mínimos. Tenlo en cuenta antes de pedir fritura de pescado.

      Sí... Voy a comer pan en los restaurantes aunque sepa que, probablemente, lo han reciclado de alguna otra mesa. La reutilización del pan es una práctica muy extendida en el oficio. Hace poco vi un reportaje —con cámara oculta y todo—, donde el locutor se mostraba escandalizado... sí, escandalizado, al ver que el pan sin usar volvía a la cocina y, de inmediato, lo llevaban otra vez al comedor. Pendejadas. Estoy seguro de que en algunos restaurantes les enseñan a los ayudantes de camarero bengalíes a tirar todo el pan sin usar —que suele ser el cincuenta por ciento— y es posible que en algunos sitios lo hagan de verdad. Pero, cuando en pleno ajetreo, el muchacho tiene que quitar las migas de la mesa, vaciar ceniceros, llenar los vasos de agua, hacer espressos y cappuccinos, meter a toda pastilla los platos sucios en el lavavajillas... y ve una cesta llena de pan sin tocar, la mayor parte de las veces lo usa. Es la triste realidad. Eso no me preocupa a mí ni debe sorprenderte a ti. Está bien, es posible que de vez en cuando, algún palurdo tuberculoso haya tosido y rociado bacilos en dirección a la cesta del pan. O que algún turista recién llegado de una gira a pie por los pantanos de África occidental haya estornudado. La perspectiva puede provocarte aprensión. Pero, en tal caso, tendrás que privarte de viajar en avión o subir al metro, ambientes igual de peligrosos para las enfermedades transmitidas por el aire. Come pan.

     No como en restaurantes con baños apestosos. Es una decisión irrevocable. Hazte enseñar los baños. Si el restaurante no se preocupa por reemplazar el rollo de papel o de toallas descartables, por mantener limpio el váter y el suelo... imagínate cómo estarán los refrigeradores y las mesadas. Los baños son relativamente fáciles de limpiar. Las cocinas no. Si ves al chef sentado en el bar sin afeitar, con el delantal sucio y medio dedo metido en la nariz, ya puedes dar por sentado cómo manipulará la comida cuando esté detrás de las puertas cerradas. ¿Parece que tu camarero se acaba de levantar después de haber dormido bajo un puente? Si la gerencia le permite rondar por el salón de esa guisa, ¡sabe Dios lo que harán con tus langostinos!

     ¿Bisté a la Parmentier? ¿Pastel del pastor? ¿Plato del día al chili? Me suenan a sobras... ¿Y el pez espada? Me gusta muchísimo. Pero cuando mi proveedor de pescado sale a cenar no lo come. Ha visto pulular por él demasiados parásitos de un metro de largo. Ves unos cuantos bicharracos de ésos —todos los hemos visto— y no vuelves a probar el pez espada en mucho tiempo. ¿Lubina chilena? Está de moda. Es cara. Con seguridad congelada.

       Para mí fue una sorpresa verla en el mercado hace poco. Es evidente que casi todas llegan congeladas, duras como una piedra, todavía con espinas. Como ya dije, el mercado de la calle Fulton no es muy tentador. El pescado está ahí, sin hielo, en cajones churretosos, al aire libre en pleno agosto. El que no se vende temprano, se vende más barato después. A las siete en punto, los compradores chinos y coreanos, que han estado esperando en los bares de alrededor, caen como aves de presa sobre el pescadero y compran lo que queda a precio de saldo. Los últimos en llegar son los que compran pescado para los gatos. Recuérdalo cuando veas el cartelito de «Sushi a precio reducido».

       «Resérvalos para los bien hechos» es una antigua tradición, que se remonta a los primeros tiempos de la cocina: la carne y el pescado cuestan dinero. Cada plato de comida hecha debe venderse tres y hasta cuatro veces más cara de lo que cuesta, para que el chef pueda ganar el porcentaje que le corresponde. ¿Qué pasa entonces, cuando el chef encuentra la punta de un cuarto trasero de vaca correosa, bastante parecida a una suela de zapato, que ha ido empujando repetidas veces al fondo del refrigerador? La puede tirar sin más. Pero eso significa una pérdida importante, si multiplica por tres lo que ha pagado por kilo. Puede llevársela para alimentar a la familia, que es lo mismo que tirarla. O puede reservarla para los bistés bien hechos... Y servírsela a algún palurdo, que prefiere comer el trozo de carne o pescado tan «bien hecho», que quede convertido en una suela de zapato carbonizada. El buen hombre no sabrá decir si lo que está comiendo es un plato de comida o de desechos. En general, cualquier chef que se precie, odia a esos clientes, los mira con desdén por hacerle estropear su estupendo plato. Pero no es el caso. ¡El estúpido cabrón paga por el privilegio de comer basura! ¿Cómo no va a caerle bien?

      Los vegetarianos a ultranza —y las ramas escindidas tipo Hezbolá— son motivo de permanente irritación para cualquier chef que valga algo. La vida sin chuletas de ternera, grasa de cerdo, chorizos, carne orgánica, demi‐glacé o queso apestoso, no merece ser vivida. Los vegetarianos son el enemigo de todo cuanto tiene de bueno el espíritu humano, una afrenta contra todo lo que yo sostengo: el puro goce de la comida. Esos cabezotas creen que el cuerpo es un templo que no debe ser contaminado por proteínas animales. Insisten en que es más sano aunque, siempre que he trabajado con algún camarero vegetariano, lo he visto derrumbarse al menor asomo de un catarro. Oh, ya les daré yo verduras... Rebuscaré por ahí algo para darles, un plato vegetariano si me lo piden. Catorce dólares por unas cuantas láminas de berenjenas y cala bacines a la plancha es el precio que me cuadra. Y déjame que te cuente una anécdota.

      Hace varios años, en un antro de damas y caballeros desinhibidos de la avenida Columbus, tuvimos la mala suerte de contratar a un joven muy sensible que, además de llevar una vida social agitada —incluidas muchas y distintas prácticas sexuales poco saludables—, tenía algo de abogado de pobres. Despedido por incompetente, le dio por demandar al restaurante. Alegó que su problema gastrointestinal —provocado por amebas— era consecuencia de las tareas desempeñadas en él. La dirección del restaurante se tomó el litigio muy en serio: contrató los servicios de un epidemiólogo, que analizó la materia fecal de todos los empleados. Los resultados, a los cuales tuve acceso, fueron más que esclarecedores. La conclusión del especialista fue que la cepa de amebas del camarero era común en personas que llevaban su estilo de vida... y en muchas otras. Lo interesante fueron los resultados del análisis de nuestros marmitones mexicanos y sudamericanos. Esos tipos tenían ingente cantidad de bichos varios. Ninguno de ellos les provocaba enfermedad ni molestias. Los resultados obtenidos en nuestro restaurante no eran diferentes de los de cualquier otro. Entre mis recién llegados hermanos latinoamericanos, ese tipo de cosas es normal, su sistema está habituado a ellas y no les causan molestia alguna. Las amebas se transmiten con más facilidad cuando se manipulan verduras crudas y, sobre todo, cuando se lavan productos de hoja verde para ensaladas. Piénsalo la próxima vez que quieras intercambiar profundos besos de lengua con un vegetariano.

      Ni siquiera voy a hablar de la sangre. Digamos sólo que en la cocina nos cortamos con mucha frecuencia. Y dejémoslo ahí.

       Hay quien dice que el cerdo es un animal apestoso, para explicar por qué se niega el placer de comerlo. Quizá deba visitar un criadero de pollos. El plato favorito en ¡os menús de Estados Unidos es también el que peor impresión te hará. Los pollos disponibles en el comercio (no hablo de pollos y otras aves de granja) están plagados de salmonela. Los pollos son sucios. Se comen sus propias heces, están amontonados unos sobre otros, como nosotros en las horas punta del metro, y, cuando se los manipula en la cocina de un restaurante, es más que probable que infecten otros alimentos o se contaminen entre ellos. El pollo es aburrido. Los chefs lo consideran un plato del menú para la gente que no sabe qué quiere comer.

      ¿Langostinos? Muy bien, si parecen frescos, huelen a fresco y el restaurante está muy concurrido, cosa que garantiza la renovación permanente de las existencias. Pero ¿tostada de langostinos? Paso. ¿Entro en un restaurante, el comedor está casi vacío y el dueño con cara de desgraciado tiene los ojos clavados en la ventana? No pido langostinos.

     El principio se aplica a cualquier plato que de verdad sea exótico y aventurado como, es un decir, la bouillabaisse. Si es un restaurante conocido por sus carnes y no parece demasiado concurrido, ¿cuánto tiempo crees que llevan guardadas en el refrigerador esas pocas raciones de calamares, mejillones, langosta y pescado, a la espera de que alguien como tú la pida? La clave está en la rotación. Si el restaurante está lleno y ves que los platos de bouillabaisse salen volando por las puertas de la cocina cada pocos minutos, es probable que la elección sea acertada. Pero ¿un menú variado y extenso en un sitio medio vacío, con poco movimiento? Los platos menos populares —como la caballa a la plancha o el hígado de ternera— siguen deteriorándose en el rincón más oscuro del vasar porque lucen en el menú. Más vale que no los pidas. Mira la cara del camarero que te atiende. Él sabe. Es otra de las razones para ser cortés con tu camarero: puede salvarte la vida levantando una ceja o dando un suspiro. Si le caes bien, evitará que pidas esa pieza de pescado que sabe puede hacerte daño. Es posible que el chef le haya ordenado bajo pena de muerte que haga marchar ese bacalao, antes de que empiece a apestar de verdad. Observa el lenguaje corporal y toma nota.

      ¿Consignas para comer bien? De martes a sábado. Sitios concurridos. Movimiento. Rotación. Martes y jueves son los mejores días para pedir pescado en Nueva York. Las provisiones que entran los martes son frescas, los preparados están recién hechos, el chef bien descansado después de haber librado domingo y lunes. Es el verdadero comienzo de la semana, cuando tienes la buena voluntad de la cocina de tu parte. Los viernes y sábados las provisiones son frescas, pero hay mucho ajetreo, de modo que ni el chef ni los cocineros pueden prestarle a tu pedido la atención que ellos —y tú— quisierais. A los comensales de fin de semana todos, tanto cocineros como camareros, los miran con recelo, casi con desprecio. Son los que tienen la mandíbula caída de aburrimiento, los palurdos, los vecinos de los suburbios, los que piden que la carne esté bien hecha, los que apenas dejan propina, las hordas que están haciendo tiempo para ir al teatro y ver Cats o Les Miz. Los que nunca vuelven.   Los comensales de los días laborables son gente conocida... en general clientes habituales, a quienes todos los involucrados pretenden satisfacer. Descansado y bien dispuesto después de su día libre, los martes el chef da lo mejor de sí. Acaba de recibir los productos de mejor calidad y tiene uno o dos días por delante para pensar en vérselas con platos de nueva creación. El martes por la noche quiere estar contento. Los sábados está más preocupado porque llegue el momento de poner las mesas patas arriba y meterse en la movida.

      Si el restaurante está limpio, los cocineros y camareros bien vestidos, el comedor ajetreado y todo el mundo parece de verdad pendiente de lo que hace —no sólo tratando de ganar unas pelas extra, entre audiciones de prueba para aparecer en Los mejores días de nuestra vida—, son muchas las posibilidades de que hayas entrado en un sitio donde te van a servir una comida decente. ¿El dueño, el chef y el camarero con cara de aburridos están en la mesa de enfrente hablando de fútbol? ¿El fontanero cruza el comedor con un trozo de tubería? Mala señal. Si vives en la vecindad, observa los camiones que por la mañana descargan la mercadería a la entrada del local. ¿Son repartidores de pescados, carnes y otros productos de renombre? Buena señal. Si ves tres furgones siniestros sin marca de origen descargando a la vez, o grandes camiones con remolque de cadenas de comercio nacionales —ya sabes, de esos que dicen «Proveedores de restaurantes e instituciones desde hace cincuenta años»—, recuerda a qué restaurantes e instituciones se refieren: cafeterías, escuelas, prisiones. No entres, a menos que te gusten las raciones de comida rápida.

         ¿Te asustan todas estas horripilantes aseveraciones? ¿Vas a dejar de salir a comer fuera? ¿Te vas a restregar con toallas antisépticas cada vez que pases frente a un restaurante? De ninguna manera. Como dije antes, tu cuerpo no es un templo, es un parque de diversiones. Disfruta de la salida. Es una especie de aventura, tipo si pierdes, la pagas. Pero eso ya lo sabías, cada vez que has pedido un taco o un asqueroso hot dog. Si estás dispuesto a correr apenas un poco menos del riesgo de rigor por una de esas salchichas acarameladas italianas en el mercadillo callejero o por una porción de pizza que sabes lleva horas esperando en el mostrador, ¿por qué no probar suerte con algo que merezca la pena? Todos los grandes avances de la cocina clásica se deben a esos sujetos que fueron los primeros en comer mollejas, probar el Stilton sin pasteurizar, descubrir que los caracoles saben verdaderamente bien con bastante mantequilla de ajo. Eran temerarios, innovadores y desesperados. No sé a quién se le ocurrió que, si haces engullir a un ganso alimentos ricos durante suficiente tiempo hasta que se le hinche el hígado y pese más que el cuerpo, consigues algo tan sabroso como el foie gras. Creo que fue a esos majaretas de los romanos pero, en cualquier caso, les agradezco mucho el esfuerzo. Tragar pescado crudo delante de ti —sobre todo cuando no existía la refrigeración— puede parecerle una locura a quien lo vea y, sin embargo, ha resultado ser una buenísima idea. Dicen que Rasputín acostumbraba a tomar todos los días un poco de arsénico en el desayuno, para tener altas las defensas cuando quisieran envenenarlo. Me parece una medida acertada. A juzgar por lo que se cuenta de su muerte, al Monje Loco no le afectó en absoluto la sustancia venenosa. Para rematar la faena fueron necesarias varias palizas, un par de balazos y la larga caída desde un puente al río helado. Tal vez nosotros, comensales dignos, debamos emular su ejemplo. Después de todo somos ciudadanos del mundo... De un mundo lleno de bacterias, unas inocuas, otras no tanto. ¿Queremos de verdad viajar en papamóviles herméticamente sellados a través de las zonas rurales de Francia, México y el Lejano Oriente, comiendo sólo en Hard Rock Cafés y McDonalds? ¿O queremos comer sin temor, arremeter con los guisos locales, las humildes taquerías de carnes misteriosas, el regalo sinceramente ofrecido de una cabeza de pescado apenas dorada? Yo sé lo que quiero. Quiero de todo. Quiero probarlo todo, por lo menos una vez. Te concederé el beneficio de la duda, Señor Dueño del puesto de tamales, Suchi‐chef‐san, Monsieur Bucket‐head. ¿Qué es esa ave de presa emplumada colgada en el porche, casi a punto de caerse, que va tomando olor a lo largo del día? Dame un poco.        

         No tengo ninguna gana de morirme ni una afición enfermiza por la disentería. Si sé que guardas los calamares a temperatura ambiente cerca del cajón del gato, tiraré los calamares a la calle. Muchísimas gracias, señor. Seguiré comiendo mariscos martes, miércoles y jueves porque conozco el paño, porque puedo esperar. Pero si, aunque no me hayan presentado personalmente al chef, se presenta la ocasión de probar una auténtica cena de pez globo, estoy en una ciudad extraña del Lejano oriente y mi avión sale mañana... ¡Pues a él! Sólo pasaré por allí una vez en la vida.

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