Platos para todos, precios para pocos
Es tiempo de cocina argentina al palo y a la vez, es tiempo de precios que no se condicen con lo que hay sobre el plato. Abren y abren, ofrecen y ofrecen lo que se llama “confort food” o una cocina argentina familiar o sabores masticados y vueltos a masticar. Ya me cansé de las nuevas parrillas, los platitos con vinito y los neobodegones; las milanesas rebalsan por Buenos Aires, las papas fritas no se olvidan de aparecer en casi ningún menú, las vacan dan leche con forma de burrata, los pollos se suelen empanar y sumergir en aceite solos, las vacas ya nacen haciendo carne con forma de hamburguesa u ojo de bife. Y al mismo tiempo, parece valer lo mismo la sencillez que la complejidad, el producto cotidiano y barato que el producto único y trabajado –sin desmerecer lo sencillo ni tratarlo de feo–. Los precios parecen dominados por el ambiente, el nombre y la necesidad de pertenecer; relegando aquello que hay sobre el plato a un segundo plano, aunque lo que esté sobre él esté bien hecho –o medianamente bien hecho– muchas veces no vale lo que sale. Acá, no hay mileísmo ni kichnerismo ni macrismo, hay comensales con bolsillo y menús con valores.
Son restoranes, generalmente, sin mayores pretensiones de ambiente ni servicio, lo cual es amable, pero con precios sin esas modestias. Este boom o elogio a la comida sencilla a precios de cocina compleja y productos lujosos, extravagantes o muy buenos, que, casi siempre, brillan por su ausencia; reclama más honestidad: la simpleza siempre reclama honestidad. No cuesta la mismo una creación, una concatenación de platos complejos o el uso de productos particulares que una milanesa, un pollo frito o unos ñoquis con tomate. Parece que todos se copiaran del compañerito de al lado que siempre hace buñuelos, empanadas, tortillas y milanesas; algunas están bien, ¿pero tantas? Sería lindo ver más creación, inventiva o simplemente, que se copiaran de otro compañerito. También, es verdad que el comensal porteño, generalmente, reclama esos sabores conocidos. Prefiere poder palpitar e imaginar cada plato al leer la carta, no está muy dispuesto a mayores sorpresas. Algunos, eligen pagar buena plata por aquello conocido bien hecho, con buenas técnicas y servido de manera cuidada. Y eso, está generando espacios “cómodos” donde solo unos pocos, sin más intrusos, pueden consumir los sabores de su infancia. ¿Pero eso alcanza para sostener un negocio?
Un pollo frito o una milanesa no puede valer cuarenta ni treinta lucas –incluso, ni veinte– o unos ñoquis de papa, otros veinte. Y no hablo de ningún lugar particular, hablo del punto al que hemos llegado en Buenos Aires donde muchos de sus restoranes que abrieron en los últimos cinco años tienen precios más altos que en gran parte del mundo rico o lugares con sueldos promedio, al menos, cinco veces más altos; aunque hagan bien las cosas sencillas. Cocinar es, sobre todo, poner en valor un producto y la cocina toma protagonismo ante la falta: las grandes creaciones culinarias como el sushi, la pizza o la hamburguesa nacieron de la necesidad. En época de vacas flacas, como esta, es una gran oportunidad para usar y poner en valor productos poco demandados o populares; cosa que no se ve mucho en Buenos Aires. Como dijimos: vamos todos detrás de la vaca, a los costados de los quesos, delante de las pastas y por encima de las papas con huevos en muchos formatos. Se ven pocos menudos, poca casquería, poca sopa bien hecha, poca legumbre, poco pescado curioso; poco producto que dé un poco más de trabajo y quizás, esté menos aceptado por la gran mayoría. Pero, también es en esos platos donde el valor agregado está en lo que haga el cocinero y allí, la posibilidad de cobrar, en proporción con el producto, un precio honestamente más alto. Que el precio lo ponga lo que está sobre el plato y no, el gusto por contarle a todos los que puedas que fuiste en tal o cual lugar.
Más allá de aquellos tantos que ofrecen comida sencilla a precios complejos y, debido a los cuales la cocina argentina se vuelve elitista, excluyente y poco interesante; tampoco la pizza napolitana en Palermo puede valer generalmente casi lo mismo que la elegida como mejor pizzería de Europa –una londinense–. Pero, no porque acá se la haga peor o lo extranjero siempre tenga que valer más; sino por el simple hecho de que el alquiler del local debe costar cuatro veces menos, los empleados deben cobrar ocho veces menos y los insumos, al menos, ser un 30% más baratos. Y así, podríamos seguir: una parrilla no puede costar más que en Madrid cuando todavía nuestra carne es muy buena y a precios internacionales, todavía bajos –como la mitad que en la capital española–. O un buen restorán chino no puede valer más que en París o un restorán de sushi no puede costar más que en Tokio. Es verdad que los productos están caros para todos, pero gran parte de los restoranes, aún más. ¿Será sostenible en este contexto? ¿Será que este modelo funciona para darse con una vida de mayores lujos en el corto plazo? ¿Será que un negocio en la Argentina es inviable y la única forma de que funcione es a precios ilógicos?