La metáfora de una argentina triste: Don Julio
Don Julio es una parrilla coqueta ubicada en una esquina del Palermo más cool. Don Julio es también, según el ranking más popular del momento –que desplazó en trascendencia pero no en prestigio a la clásica Guía Michelín, la cual no juzga en Argentina– el decimotercer mejor restorán del mundo, y por tanto, lógicamente el mejor de Argentina, por lejos: no hay ningún otro restorán argentino entre los cien primeros.
Desde hace algunos años las parrillas se pusieron de moda en el mundo gracias, sobre todo, a un restorán vasco llamado: Asador Extebarri. Su cocinero decidió que era momento de usar la parrilla para cocinar productos elegantes que nunca se habían cocido a las brasas: como el caviar o las ostras. Y para eso, inventó utensilios, experimentó técnicas y perfeccionó cada detalle de sus parrillas hasta convertirse en un suceso y modelo a imitar para muchas parrillas elegantes en el mundo. A diferencia de Extebarri, Don Julio no innovó. No puso sobre su parrilla productos que nadie había puesto antes, ni inventó utensilios para cocinar de la forma más perfecta cada producto, ni revolucionó de alguna otra manera la forma en que se cocina la carne en la Argentina desde hace al menos medio siglo. También es cierto que Don Julio cuida el producto, su cocción y el servicio; hace las cosas como se deben hacer, pero eso no debería alcanzar para ser el mejor restorán de un país, al menos no de un país que no sea triste.
No tengo nada particular contra Don Julio, ese no es el punto. Simplemente tienen la culpa de ser el mejor. Como dije, es una parrilla coqueta y cuidada –como hay al menos media docena en Buenos Aires– que tiene la particularidad de hacer sus propios embutidos, elegir buena carne y madurarla por un par de semanas, y tener una cava más que respetable. Quizás no sea mejor que La Brigada o Los Talas del Entrerriano, o quizás sí, o quizás solo sea un poco más cara, no importa.
Lo que importa es que si aceptamos que una parrilla es mejor que cualquier restorán, también estamos aceptando que ya no sabemos o que nunca supimos cocinar. Que lo mejor de la Argentina es la pura materia prima en cantidades desmesuradas y que lo único que nos toca a los cocineros es no cagarla, no arruinar ese producto, tocarlo lo menos posible, no otorgarle valor, conocimiento o técnicas: no hacer con el producto un plato de comida sino que el producto ya sea todo el plato. Por tanto, tenemos que aceptar que no somos necesarios, que solo podríamos cagarla, que nada es mejor a dejar la materia tal como está o cocinarla sobre los hierros en su punto, no ponerle más que sal y acompañarla con cuatro o cinco guarniciones básicas.
Hubo una época -hasta el segundo cuarto del siglo XX- en que en la Argentina abundaban tanto las materias primas que nadie necesitaba cocinar: era todo tanto y tan bueno que no había que rebuscárselas. Hoy, parece que eso es, otra vez, lo mejor que tenemos -o lo único-, lo que nos da orgullo y nos vuelve a representar. Sin embargo, ese producto en abundancia ya no está disponible para todos. Ahora la cocina parece la misma, pero el acceso a ella, un lujo.
Que Don Julio sea nuestro mejor restorán quiere decir, en principio, que ya nadie hace algo más valorable que una buena materia prima cocida de la forma más antigua y simple posible o lo que es lo mismo, que nadie hace algo mejor que tirar un buen pedazo de carne sobre unos hierros. Que lo más elemental supera cualquier complicación o que todavía no entendimos cómo hacer para darle valor agregado a los productos primarios. Que el mejor cocinero de la Argentina es un buen parrillero, sin desmerecer, y que ningún plato con seis técnicas de cocción distintas supera a un fuego, unos hierros y un músculo de una vaca bien criada. Que nuestra cocina también, como todo, está atada y atrapada en un modelo agroexportador. Que lo mejor que tenemos son productos sin valor agregado accesibles a muy pocos. Que cada día somos más un país de un tercer mundo olvidado que ha olvidado de cocinar.