Todo sobre la tríada sagrada de las achuras: molleja, riñón y chinchulín
Esta tríada divina que reverenciamos y es parte indispensable del querido asado argentino fue hasta hace bien poco material de combustible o alimento de esclavos. Era comida de bárbaros, desperdicios, deshechos, a ningún “criollo civilizado” se le iba ocurrir comerlas. Borges lo ilustra ya bien entrado el siglo XX: “Me acuerdo del reto que me dio mi padre el día que le conté que había estado en el mercado del Abasto y había comido chinchulines y parrillada. Me dijo: ¿Pero no te da vergüenza a vos?, ¡un criollo comiendo esas cosas! Esas cosas se reservan para los mendigos y para los negros. Ningún señor come esas cosas”. Por supuesto, que durante la primera mitad del siglo XIX los esclavos no las asaban, sino que todo iba a parar a la olla, al guiso.
La primera referencia a las achuras en la parrilla argentina data de 1920 sin embargo todavía estábamos lejos de que fuese una costumbre arraigada. Recién a mediados de siglo XX la parrilla se consolidó como un fenómeno difundido y urbano, hasta ese momento era cosa de gauchos, no era algo venerado ni mucho menos.
La palabra achura proviene del quechua: “achuray”, que significa repartir y ese puede que sea un signo claro de que no se trataba de una comida respetada por las clases altas sino, quizás, las hubieran identificado con un nombre más propio.
Riñón
La más menospreciada de la tríada, deliciosa cuando está en su punto. Está de más decir que el riñón crudo debe tener un color brillante y nada de aroma. Si lo cocinamos de buena forma, al comerlo no va a tener ningún olor o sabor poco agradable –su mayor fama injusta.
A la parrilla
El error más común es sobrecocinarlo. El riñón también tiene su punto, no debe quedar seco. Bien dorado por fuera, tierno y algo jugoso por dentro.
Para hacerlo a la parrilla es fundamental cocinarlo entero para que conserve todos sus jugos y no quede seco ni con una textura resistente. Lo ideal es comprarlo con su telilla –esa fina capa de grasa que la recubre y la protege–. En las carnicerías es común encontrarlo con ella, no así en los supermercados. Con la telilla, el riñón va a quedar sabroso, menos seco y con un buen dorado por fuera.
No es necesario ni recomendable salarlo antes, ni ponerlo en agua con limón ni ninguna otra cosa. Simplemente se debe salar módicamente –para que no se deshidrate– justo antes de cocinarlo entero sobre los hierros –siempre redondos y no acanalados en lo posible– a fuego muy fuerte –tu mano no debe aguantar más de 3 segundos–, primero del lado de la grasa –tiene un lado uniforme y otro con un centro de grasa.
Cocinar del lado de la grasa durante unos 15 o 20 minutos a fuego fuerte hasta que esté bien dorado, dar vuelta, rociar con limón y dejarlo otros 10 o 15 minutos hasta que quede dorado también de ese lado. La cocción del riñón no debe durar más de 30 o 35 minutos, debe quedar bien dorado y con un tímido color rosado por dentro.
Al sacarlo de la parrilla, al tacto no debe ser un corcho, ese es el error más usual, comerlo seco por miedo a que quede crudo. Seco su consistencia se vuelve poco agradable y su gusto más concentrado. Jugoso es tierno y suave.
Lo cortamos en rodajas gruesas, rectificamos sal, limón y si queremos lo aderezamos con un poco de provenzal fresca.
A la sartén
No importa de qué forma elijas hacerlo o con que ingredientes, lo fundamental es cocinarlo en un fuego muy fuerte e ir retirando el líquido. Ahora sí, el riñón debe estar limpio sin su telilla externa y cortado en rodajas gruesas –de 1,5 o 2 cm-.
Calentar una sartén y tener un colador a mano. Dorar el riñón en rodajas sin sal ni otro condimento hasta que empiece a largar líquido. Retirarlo de la sartén y colarlo. Calentar nuevamente la sartén y repetir el procedimiento tres o cuatro veces hasta que el riñón deje de largar líquido y empiece a dorarse. Ese es el momento de condimentarlo y dorarlo rápidamente de ambos lados a fuego fuerte.
Molleja
El elixir del asado, la manteca de la vaca, el placer más puro. Está cada vez más de moda en el mundo y ya forma parte de muchos menúes de grandes restoranes.
La molleja es una glándula y puede provenir del corazón o del cogote –timo o parótida respectivamente–. La molleja de corazón es la verdadera, la única, la inigualable; de textura cremosa se derrite en la boca. La de cogote es su versión ligth y desangelada. La de corazón tiene una forma más cuadrada y un color más rosa claro debido a la cantidad de grasa entreverada que tiene. La de cogote tiene una forma más alargada y un color rosa más oscuro por tener menor cantidad de grasa.
A la parrilla
La molleja debe ser de corazón y se debe cocinar entera –nada de filetearla o cortarla en rodajas–. Se la debe simplemente salar bien y cocinar a un fuego fuerte –un poco menos fuerte que al riñón: la mano debe aguantar unos 5 o 6 segundos– una media hora o cuarenta minutos en total dependiendo del grosor, no mucho más, solo se podría secar. Se la debe ir girando para que quede bien dorada de cada uno de sus lados y se desgrase un poco. Se la puede ir rociando con limón, tampoco es estrictamente necesario.
Cuando ya está bien dorada de todos sus lados y antes que esté seca, se debe retirar de la parrilla. Se la puede cortar al momento de servir en rebanadas y rectificar sal y limón. No necesita más: una buena molleja de corazón, un fuego fuerte, sal y limón: el placer más puro.
Si tenés algo de madera se le puede poner un poco de leño entre los carbones por debajo de la molleja para que le de gusto y aroma.
Para hacerla al horno debemos seguir un procedimiento muy similar al de la parrilla. Ponerla al horno a fuego muy fuerte sobre una rejilla y colocar una fuente debajo para que recoja la grasa que gotea.
A la sartén
Para hacer la molleja a la sartén primero es recomendable hervirla por unos 10 o 15 minutos hasta que quede semicocida.
Después cortarla en rodajas gruesas de 2 centímetros –se van a achicar en la cocción–, salarlas y dorarlas en una sartén bien caliente –si fuese de hierro mejor– unos 4 minutos por lado hasta que queden crocantes por fuera y cremosas por dentro.
Chinchulín
La culpa materializada. Es quizás la achura más popular y a la vez, la más controversial o la de más discutible cocción. Chinchulín proviene del quechua: “chunchull”, que significa tripas. Los chinchulines deben ser bien frescos y lo ideal es no congelarlos.
Hay quienes les sacan toda la grasa, hay quienes los hierven antes –muchas parrillas para hacerlos a la minuta–, hay quienes los dejan en agua con limón, hay quienes los trenzan y hay hasta quienes los limpian por dentro. Las dos formas ideales de hacerlos son:
Sacarles parte de la grasa exterior pero dejándoles un centímetro de grasa para que no se sequen durante la cocción. Cortarlos en ruedas grandes para que no pierdan tanto relleno. Salarlos y cocinarlos a un fuego fuerte –la mano debe aguantar 5 segundos– 20 o 25 minutos por cada lado hasta que estén bien dorados. Ir rociándolos con limón durante la cocción. Las claves de esta forma de cocción, la más simple y recomendable, son: dejarles grasa para que no queden secos, cortarlos en ruedas grandes y hacerlos a un fuego fuerte y parejo para que queden bien dorados y untuosos y no secos y chiclosos.
La otra forma recomendable de asarlos es luego de retirar parte de la grasa exterior –siempre dejándoles parte de ella– sumergirlos así enteros en una marinada con jugo de limón, algunas especias como ají molido, ajo, perejil, nuez moscada, pimienta y algo de agua. Dejarlos en la heladera allí dentro lo más posible. Retirarlos antes de llevarlos a la parrilla y cortarlos en ruedas grandes. Salarlos y llevarlos al fuego. Al estar más húmedos van a tardar más tiempo. Cocinarlos a fuego medio –la mano debe soportar unos 7 segundos– durante una media hora de cada lado. Los últimos diez minutos de cocción se pueden poner a un fuego más alto para que terminen de dorar si es que lo necesitan. Van a ser unos chinchulines más sabrosos y más húmedos pero un poco menos crocantes.