Ya nadie quiere ser el mejor
Ya nadie cocina o realmente, nadie piensa en cocina e imagina platos y diseña preparaciones y prueba y elige productos y arranca a las cinco de la mañana para el mercado central y todavía está limpiando la mesada después del servicio a eso de la una y media. Ya nadie resigna todo tipo de vida privada o toda vida más allá de una cocina, cosa lamentablemente imprescindible, en pos de ser el mejor, en búsqueda de ser el mejor. Ya nadie aspira a tener, sin dudas, el mejor restorán de Buenos Aires; nadie está dispuesto a pagar su costo, a sacrificar su vida, y por eso, tenemos muchos restoranes buenos y muy ricos pero ninguno realmente excepcional. Y estoy convencido que no es por falta de capacidades; se trata de una decisión.
“No necesito vacaciones, esto es lo que me gusta hacer, estas son mis vacaciones y mi trabajo a la vez”, me contestaba un jefe español cuando le preguntaba si alguna vez se tomaba un descanso. El hombre llegaba antes que todos y se iba, unas dieciséis horas después; después que todos. El hombre sabía y había elegido resignar todo aquello que no sucediera adentro o alrededor de la cocina para lograr ser un cocinero excepcional. Ya de esos no quedan, casi, al menos no muchos en Argentina; y eso no es bueno ni malo, responde a un cambio de paradigma, a un clima de época.
Desde hace algunos años, un par de décadas, quizás, el valor y la búsqueda de la trascendencia individual perdió terreno frente a la banalidad del bien o “pasarla bien” el mayor tiempo posible. En un mundo sin progreso ni futuro, en un mundo que parece autodestruirse a cada momento, la necesidad de reconocimiento -el gran motor de la humanidad- se vuelve vana. Disfrutamos, gastamos, cogemos, comemos, nos reímos y a la vez, resignamos nuestra trascendencia, nuestro legado, nuestro nombre cuando nuestro cuerpo ya no sea nada. El miedo a arriesgar la vida y fracasar es mayor a las ansías por lograrlo, el gusto por el pequeño disfrute es mayor a la realización. Y eso, provoca que ya nadie quiera pagar el costo de ser el mejor, que todos cómodamente aspiremos a ser: simplemente buenos.
Y acá no estoy hablando sobre si tal restorán está mejor en el ranking tal de pavada o si hay muchos dentro del top no sé cuanto pero no tantos dentro del top tres. Y tampoco lo planteo desde un lugar despreciativo o de altanería, sino desde un humilde análisis de la concepción de la individualidad actual y sus repercusiones en la cocina. Quizás, en su momento, las hermanas Cóncaro al frente de Tomo I, luego, a mediados de los 00’ Martitegui o incluso, Aramburu, un par de años después, lo hayan intentado con éxito. El último restorán argentino que me sorprendió por su técnica y exactitud, por su aspiración, fue El Papagayo, sin prensa, sin ranking; un pequeño salón en el centro de Córdoba Capital. Sin embargo, hoy nadie rompe verdaderamente el molde, apuesta, y por tanto, resigna todo por ser el mejor.
Quizás, el auge de la cocina producto haya ayudado a estimular este nuevo fenómeno de conformismo y puesta en valor de la banalidad del bien. El producto se impuso sobre la preparación, lo simple sobre lo complejo y la materia sobre el cocinero. La cocina de producto es lo que prima en los grandes restoranes del mundo y, cuando no está perfectamente ejecutada puede ser un fiasco: se transforma rápidamente en un plato sumamente simple y sin gracia ofrecido como una gran obra. Muchas veces, a los cocineros nos toca simplemente no arruinar el producto. Y esto, ayuda a producir restoranes muy buenos pero difícilmente excepcionales o asombrosos. Sobre todo en un país donde todavía el producto no es realmente excepcional en la mayoría de los casos.
Otro fenómeno que es causa y a la vez consecuencia del conformismo es el actual boom de los “platitos”. Es muy difícil encontrar un cocinero argentino joven que se arriesgue a preparar entradas, platos, un menú de quince pasos, una sucesión muy planeada de sabores y contrastes. Suelen ofrecer unos ocho o diez “platitos” y proponer que el comensal se elija su propia aventura, desligándose de toda responsabilidad. El gran cocinero debe elegir por el comensal, decir qué tiene que comer esa noche, de qué manera, en qué orden y en qué punto. Debe creer y confiar en lo que hace y suponer que el cliente lo eligió y pagará por la experiencia que solo él puede darle; la mejor experiencia posible.
Es verdad que hay que estar verdaderamente loco, apasionado y seguro de lo que uno quiere para intentar ser el mejor cocinero y soportar esa presión y autoexigencia por algunos años, pero hasta hace algunas décadas había algunas personas que incluso lo elegían. Suponían que el reconocimiento y la realización justificaban el esfuerzo, se sacrificaban cada día a cada hora dejando de lado todo lo demás. El más grande cocinero del último siglo, Ferrán Adriá, aguantó hasta los 49 años, pero con eso le sobró para trascender. Pero hoy, parece que la búsqueda de la perfección dejó de ser una elección o al menos, elegir pagar su costo.