
Ya nadie quiere ser el mejor
El reconocimiento personal perdió valor, se diluyó entre las aguas del conformismo o el ocio y así, los cocineros se conforman con hacer buena y rica comida pero ya nadie quiere pagar el costo que implica ser el mejor.
DEBATES13 de noviembre de 2022
Ya nadie cocina o realmente, nadie piensa en cocina e imagina platos y diseña preparaciones y prueba y elige productos y arranca a las cinco de la mañana para el mercado central y todavía está limpiando la mesada después del servicio a eso de la una y media. Ya nadie resigna todo tipo de vida privada o toda vida más allá de una cocina, cosa lamentablemente imprescindible, en pos de ser el mejor, en búsqueda de ser el mejor. Ya nadie aspira a tener, sin dudas, el mejor restorán de Buenos Aires; nadie está dispuesto a pagar su costo, a sacrificar su vida, y por eso, tenemos muchos restoranes buenos y muy ricos pero ninguno realmente excepcional. Y estoy convencido que no es por falta de capacidades; se trata de una decisión.
“No necesito vacaciones, esto es lo que me gusta hacer, estas son mis vacaciones y mi trabajo a la vez”, me contestaba un jefe español cuando le preguntaba si alguna vez se tomaba un descanso. El hombre llegaba antes que todos y se iba, unas dieciséis horas después; después que todos. El hombre sabía y había elegido resignar todo aquello que no sucediera adentro o alrededor de la cocina para lograr ser un cocinero excepcional. Ya de esos no quedan, casi, al menos no muchos en Argentina; y eso no es bueno ni malo, responde a un cambio de paradigma, a un clima de época.
Desde hace algunos años, un par de décadas, quizás, el valor y la búsqueda de la trascendencia individual perdió terreno frente a la banalidad del bien o “pasarla bien” el mayor tiempo posible. En un mundo sin progreso ni futuro, en un mundo que parece autodestruirse a cada momento, la necesidad de reconocimiento -el gran motor de la humanidad- se vuelve vana. Disfrutamos, gastamos, cogemos, comemos, nos reímos y a la vez, resignamos nuestra trascendencia, nuestro legado, nuestro nombre cuando nuestro cuerpo ya no sea nada. El miedo a arriesgar la vida y fracasar es mayor a las ansías por lograrlo, el gusto por el pequeño disfrute es mayor a la realización. Y eso, provoca que ya nadie quiera pagar el costo de ser el mejor, que todos cómodamente aspiremos a ser: simplemente buenos.
Y acá no estoy hablando sobre si tal restorán está mejor en el ranking tal de pavada o si hay muchos dentro del top no sé cuanto pero no tantos dentro del top tres. Y tampoco lo planteo desde un lugar despreciativo o de altanería, sino desde un humilde análisis de la concepción de la individualidad actual y sus repercusiones en la cocina. Quizás, en su momento, las hermanas Cóncaro al frente de Tomo I, luego, a mediados de los 00’ Martitegui o incluso, Aramburu, un par de años después, lo hayan intentado con éxito. El último restorán argentino que me sorprendió por su técnica y exactitud, por su aspiración, fue El Papagayo, sin prensa, sin ranking; un pequeño salón en el centro de Córdoba Capital. Sin embargo, hoy nadie rompe verdaderamente el molde, apuesta, y por tanto, resigna todo por ser el mejor.
Quizás, el auge de la cocina producto haya ayudado a estimular este nuevo fenómeno de conformismo y puesta en valor de la banalidad del bien. El producto se impuso sobre la preparación, lo simple sobre lo complejo y la materia sobre el cocinero. La cocina de producto es lo que prima en los grandes restoranes del mundo y, cuando no está perfectamente ejecutada puede ser un fiasco: se transforma rápidamente en un plato sumamente simple y sin gracia ofrecido como una gran obra. Muchas veces, a los cocineros nos toca simplemente no arruinar el producto. Y esto, ayuda a producir restoranes muy buenos pero difícilmente excepcionales o asombrosos. Sobre todo en un país donde todavía el producto no es realmente excepcional en la mayoría de los casos.
Otro fenómeno que es causa y a la vez consecuencia del conformismo es el actual boom de los “platitos”. Es muy difícil encontrar un cocinero argentino joven que se arriesgue a preparar entradas, platos, un menú de quince pasos, una sucesión muy planeada de sabores y contrastes. Suelen ofrecer unos ocho o diez “platitos” y proponer que el comensal se elija su propia aventura, desligándose de toda responsabilidad. El gran cocinero debe elegir por el comensal, decir qué tiene que comer esa noche, de qué manera, en qué orden y en qué punto. Debe creer y confiar en lo que hace y suponer que el cliente lo eligió y pagará por la experiencia que solo él puede darle; la mejor experiencia posible.
Es verdad que hay que estar verdaderamente loco, apasionado y seguro de lo que uno quiere para intentar ser el mejor cocinero y soportar esa presión y autoexigencia por algunos años, pero hasta hace algunas décadas había algunas personas que incluso lo elegían. Suponían que el reconocimiento y la realización justificaban el esfuerzo, se sacrificaban cada día a cada hora dejando de lado todo lo demás. El más grande cocinero del último siglo, Ferrán Adriá, aguantó hasta los 49 años, pero con eso le sobró para trascender. Pero hoy, parece que la búsqueda de la perfección dejó de ser una elección o al menos, elegir pagar su costo.


Cuándo la cocina regional dejará de ser sinónimo de NOA y sus platos patrios, cuándo habrá restoranes mesopotámicos o chaqueños en Buenos Aires, cuándo la alta cocina porteña se animará a crear verdadera cocina argentina, cuándo dejaremos de reproducir incansablemente, a toda escala, la cocina de bodegón y el asado, cuándo haremos de la cocina argentina una cocina propia, con identidad y anclaje como lo son –y entendieron el camino de la alta cocina hace un par de décadas– la mexicana y la peruana.

Cómo comemos en el mundo: ¿Con la mano, con palitos, con cubiertos, solo con cuchillo, entre panes? ¿Compartimos o comemos lo nuestro? ¿Siempre sobre un plato? ¿Cuál les parece la mejor o más sofisticada manera de comer?: ¿el Tenedor y el cuchillo, trinchar y cortar cada comida? ¿usar palitos en preparaciones ya porcionadas? ¿o comer con las manos, el acto más natural?

En el 2024 vamos a haber comido, cada uno de los argentinos, la menor cantidad de carne de vaca de nuestra historia –por persona al año–, al menos desde que se tenga registro, cosa que sucede desde 1914. En el 2024 no vamos a haber comido, por primera vez en más de dos siglos de historia, más carne de vaca que de pollo –o que de cualquier otro animal–. En el 2024 no vamos a haber elegido comer la menor cantidad de carne de vaca de nuestra historia, lo cual hubiera sido respetable, incluso valorable; pero no es así: es consecuencia de su precio, de las posibilidades de cada argentino, de sus sueldos y sus obligaciones de comer y comprar, con suerte, carnes más baratas.

Buenos Aires se ha vuelto caro, muy caro; casi todo y también sus restoranes. Sobre todo para nosotros, por supuesto, los argentinos con pesos, pero ya también para los turistas con dólares. Sin embargo, siguen abriendo y abriendo restoranes que elogian y enarbolan la comida sencilla, simple, honesta; para todos, ofreciéndola, mayormente, a precios lejanos, excluyentes, ilógicos; para pocos.

Sal y pimienta, historia de los básicos de la gastronomía occidental moderna
DEBATES03 de marzo de 2024Fueron el motor de grandes imperios, la causa de innumerables conquistas y la excusa de peligrosos viajes que descubrieron el mundo. Fueron símbolos de poder y estatus por siglos y ambas, en algún momento, sirvieron como monedas de cambio. La pimienta es la madre de todas las especias y un ingrediente que predomina en la mayoría de las recetas desde hace al menos dos milenios. La sal, fundamental y necesaria para la vida del ser humano. Además, es el realzador de sabor universal: reduce el amargo, potencia dulces y ácidos y expone el umami. Sus historias, devenires, consagración, usos y variedades.

Famosas y clásicas pero a la vez, creo, algo lejanas, ajenas para nosotros. Recorrer y conocer el mundo a través de ensaladas con nombre propio. Ricas, interesantes, variadas; distintas. Buenas recetas frías para estos días de calor. Y cada una, con su respectivo aderezo.

Un paseo por el mundo en colectivo: seis mercados o supermercados étnicos porteños más allá del famoso Barrio Chino.

Culpa del marketing, sobre todo, y también, de la crisis. Supongo que se trata de esa maldita necesidad de “resaltar” algunas cosas y a la vez, “ocultar” otras; muchas veces en pos de ofrecer un producto más barato sin que se note. Ese cruel menester de hacer equilibrio en el fino límite entre la estafa y la ley. A veces, el Código Alimentario no alcanza para imponer mayor claridad y el consumidor lo sufre: en el sabor, en la salud y en el bolsillo. La lista se compone de algunos productos que encontré últimamente en diversos supermercados y comercios.

Kokumi: Sobre gustos ya está todo escrito –parte II– ¿el sexto sabor?
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